La impermanencia
es un concepto clave en diversas religiones y filosofías de vida. Nos dice que
todo está en constante transformación, que nada es para siempre, ya sea en
relación con nuestra realidad exterior como en la interna. En la mente los
pensamientos van y vienen, son cambiantes, pasa uno y luego llega otro, y cada
uno de ellos produce un tipo de emoción que afecta nuestro organismo. De la misma manera, todos
los objetos compuestos sufren un continuo cambio de condición y están sujetos a
la decadencia y a la descomposición. Tanto el microcosmos como el macrocosmos
se encuentra en un incesante cambio: el átomo, la molécula, la célula, los
tejidos, los planetas, las estrellas y las galaxias, todo se forma y se
destruye. Baila la vida con su indetenible danza de creación y destrucción, a la
que los hinduistas le denominaban la danza del dios Shiva o danza de la dicha
furiosa; en la que Shiva se representa como Nataraja, el danzante divino.
El
ser humano es la única criatura en la Tierra que posee una conciencia de
finitud, y de alguna manera sabe que su paso por este mundo es temporal, que
tarde o temprano tendrá que abandonarlo. Decía Arthur Schopenhauer “El animal
vive sin conocer verdaderamente la muerte: por eso el individuo animal disfruta
inmediatamente del pleno carácter imperecedero de la especie, en tanto que solo
es consciente de sí como algo sin fin. En el hombre, con la razón, comparece la
espantosa certeza de la muerte.”[1] y a su vez, esto le genera
una angustia existencial o tensión constante, mientras camina por la delgada
cuerda de la vida, que siempre termina por romperse.
El Maha-parinibbana Sutta nos cuenta
que antes de fallecer, Buda les preguntó a sus discípulos si tenían alguna
pregunta para hacerle, pero ellos permanecieron en silencio, entonces el
maestro les dijo: “Todas las cosas condicionadas están sujetas a desaparecer,
busquen constantemente su liberación”.
Hablar
de la muerte pudiera parecer deprimente, pesimista o amargo, y existe un gran
número de personas que prefieren hacer justo lo contrario, aferrarse a la idea
de una vida sin extinción y evitar hablar de ella; algunos juegan al escondite
y hasta deciden no pronunciar su nombre para no crear un mal augurio. Para
ilustrar esta idea pudiéramos hablar de Sísifo, un personaje de la mitología
griega que logró burlar a la muerte en varias ocasiones. En una primera
oportunidad fue llevado al Inframundo por el dios Tánatos, y allí le pidió que
le enseñara a manejar las cadenas con las que sería sujetado, pero hábilmente
pudo engañarlo. Con gran rapidez lo encadenó y así escapó al mundo de los
vivos. Cuando le tocó morir por segunda vez le pidió a su esposa Mérope que
arrojara su cuerpo a la plaza pública, y desde allí fue arrastrado por las
aguas hasta las costas del río Estigia, que colindaba con el mundo de los
muertos. Sísifo se acercó a Perséfone, reina del Hades, y le informó que su
esposa lo había ofendido al no honrarlo con un funeral. Perséfone le concedió
permiso para regresar al mundo de los vivos y escarmentarla, siempre y cuando
regresara una vez terminada su labor. Como era de esperar, Sísifo rompió su
promesa y se volvió a quedar, burlando nuevamente a la muerte. Pero esta vez
Hermes fue a buscarlo, y se le impuso como castigo, el tener que cargar una
roca por una colina, y cuando llegara a la cima la roca volvía a caer y Sísifo
debía comenzar nuevamente a subir la cuesta, una y otra vez, por toda la
eternidad.
Como
podemos percibir en este mito, escapar de la muerte es imposible, tan solo
queda aceptarla y relacionarnos con su presencia, así mismo, percibir la finitud
de la vida y entender la impermenencia como un proceso que es parte de la
naturaleza.
En
realidad, existen numerosas razones que pueden justificar el temor a la muerte,
en primer lugar, poseemos un instinto de conservación que va a luchar para que
la vida continúe y evite dicho final, tenemos también el miedo ancestral a lo
desconocido, a aquello que pueda existir después de esta vida, a esa
experiencia oculta e inescrutable, o peor aún, a que no exista nada y tan solo
desaparezca nuestra conciencia con el cerebro. Por otro lado, se encuentra el
temor a las enfermedades y el sufrimiento previo al fallecimiento, también hay
un rechazo a la soledad que produce la antesala de la muerte, y por último
podemos hablar de la angustia de saber que nos apartaremos de nuestros seres
queridos y que no podremos cumplir los planes que teníamos planteados para un
futuro. Todos estos puntos son ciertos y marcan una justificación al tratar de
evitar este inevitable ocaso, pero no por eso dejará de llegar, ni de
sorprendernos con la partida de un ser querido. Bien lo expresó el filósofo
Michel de Montaigne en su ensayo Que
filosofar es prepararse para morir: “Unos vienen, otros van, trotan estos,
danzan aquellos, pero de la muerte nadie nos informa. Todo es muy hermoso. Pero
cuando el momento llega, a propios y extraños, a sus mujeres, hijos y amigos,
los sorprende y los coge de sorpresa y como al descubierto. ¡Y qué tormentos, qué
gritos, qué rabia y qué desesperación se apodera de todos! ¿Visteis alguna vez
nada tan decaído, cambiado y confuso? Es necesario, por tanto, andar prevenido”[2].
No
obstante, todo va a depender del enfoque que le demos al concepto de la muerte,
porque lo cierto es que somos seres finitos, que estamos de paso por este
mundo, y tenerla siempre presente, puede acarrear efectos muy positivos en
nuestra vida. Ya lo indicó Viktor Frankl cuando nos comentó que el temor a la
muerte solo puede afectar a aquellas personas que no saben cómo aprovechar el
tiempo que se les concede para vivir.
El
tratar de buscarle una explicación a este inevitable final, ha movido la
imaginación y la investigación del ser humano para encontrarle un sentido a la
vida. Debido a la muerte nacieron los primeros mitos y de aquí las religiones.
El temor a los embates de la naturaleza, que en cualquier momento podían
arrasar con una población ya sea por un tsunami, un deslave, un terremoto, una
inundación o la explosión de un volcán, llevó a pensar que estos fenómenos se
producían por el enojo de seres invisibles que castigaban a los humanos por sus
malas acciones. Llevados por la intuición, y algunos por los oráculos, poseían
la confianza de que estas personas fallecidas se dirigían a otros mundos
inmateriales, donde vivirían según su comportamiento y por las obras plasmadas en
vida (sean buenas o malas).
Vale
la pena citar un ejemplo de cómo la mitología griega, de las más ricas en
cuanto a mitos, trataba el tema de la muerte. Para los griegos, el dios Tánatos
representaba a la muerte esperada, la que llegaba con serenidad, también era el
hermano gemelo de Hipnos, el sueño, ya que al dormir la persona quedaba en un
estado similar al de un cadáver. El dios Ker o las Keres, espíritus femeninos
sangrientos y aterradores, se relacionaban con la muerte violenta.
Del
dios Tánatos se origina la palabra “tanatología”, que es definida como el
conjunto de conocimientos médicos relativos a la muerte. No obstante, partiendo
del principio etimológico de esta palabra, podemos observar que Tánatos se
vincula realmente con la muerte esperada, a la que llega con serenidad. Pero
para el caso de la muertes violentas o inesperadas, deberíamos referirnos a las
Keres o al dios Ker, por eso es importante crear una diferenciación entre estas
muertes, y para esto he propuesto la palabra “kereología” o “kerelogía”, que se
vincula con las muertes producidas de forma trágica o inesperada.
Siempre
esta partida del mundo físico se producía por causa del inevitable destino, y
este estaba regido por las Moiras, que eran tres mujeres: Cloto, Láquesis y
Átropos. Cloto era la hilandera, la que hilaba la hebra de la vida, Láquesis se
encargaba de medir con su vara la longitud del hilo de la existencia del mortal
y Átropos era quien lo cortaba con su filosa tijera. De esta manera el alma se
dirigía al Hades, región donde habitaban las almas de los difuntos. Después de
pasar por el río Estigia, guiados por el viejo Caronte en su barca, llegaban a
encontrarse con el furioso perro de tres cabezas llamado Cancerbero, y con tres
jueces que determinarían si el cúmulo de acciones realizadas en la Tierra se inclinarían
hacia el lado positivo, con lo cual se dirigirían a los Campos Elíseos o a las
Islas Afortunadas, o si les tocaría descender al Tártaro, donde sufrirían penas
inimaginables por sus faltas.
De
la misma forma en que los mitos y la muerte caminaron de la mano con los
griegos, también lo hicieron los romanos, celtas, egipcios, incas, mayas,
aztecas y diversas tribus africanas, solo por mencionar algunas culturas en el
hilo de la historia. Estas civilizaciones intentaban cerrar la insondable
brecha que se abría entre el mundo sagrado y el mundo profano.
“El
paso del mito al logos” y, en consecuencia, el nacimiento de la filosofía,
también apareció como una forma de vivir en compañía de esta inevitable
partida. En el Fedón, Sócrates le dice a Simmias: “los que de verdad filosofan,
Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos
mínimamente temible”[3]. Cicerón también
aseveraba, de manera similar, que filosofar no es otra cosa que prepararse para
la muerte.
De
manera similar a Sócrates, Buda les decía a sus seguidores: “Incluso la muerte
no debe ser temida por alguien que ha vivido sabiamente”. En el Sutta Satipatthana, cuando Buda se
refiere a Las nueve contemplaciones del cementerio, les explica a sus
discípulos: “Asimismo, monjes, cuando un monje ve un cuerpo que lleva un día
muerto, o dos días muerto, o tres días muerto, hinchado, amoratado y
putrefacto, tirado en el osario, aplica esta percepción a su propio cuerpo de
esta manera: «Es verdad que este cuerpo mío tiene también la misma naturaleza,
se volverá igual y no escapará a ello».” De esta forma, Buda continúa invitando
a los monjes a que prosigan su contemplación con diferentes cuerpos en
descomposición en el cementerio, unos devorados por cuervos, buitres, perros y
chacales, otros por gusanos e insectos, hasta que se convierten en esqueletos.
Y así los conduce hacia el contacto con una cruda realidad que, tarde o
temprano, tendrá que pasarle a su organismo.
Varias
escuelas griegas vivieron con la conciencia de la fugacidad de la vida, pero en
especial resalta el estilo de vida de los estoicos que, dentro de sus
prácticas, enfatizaron en el llamado “Memento
mori”, una expresión latina que significa: “recuerda la muerte”. En este
sentido, los estoicos vivían con el convencimiento de que podían fallecer en
cualquier instante, y caminaban de la mano con el concepto de la impermanencia.
Por eso debían aprovechar la vida en momentos sustanciosos que ayudaran a la
sociedad o que les permitieran crecer internamente hasta conseguir la ataraxia,
esa forma de autonomía mental que procede de la carencia de necesidades y la
indiferencia ante las riquezas y bienes materiales. También es importante
aclarar que la ataraxia se caracteriza por la ausencia de deseos o temores, lo
cual conduce a una gran serenidad, imperturbabilidad o paz interior.
Epicteto,
uno de los máximos representantes del estoicismo, junto a Séneca y Marco Aurelio,
llegó a decir: “¿Cómo te gustaría que te sorprendiese la muerte? En lo que a mí
respecta, yo quisiera que me sorprendiese ocupado en algo grande y generoso, en
algo digno de un hombre y útil a los demás; no me importaría tampoco que me
sorprendiese ocupado en corregirme y atento a mis deberes, con el objeto de
poder levantar hacia el cielo mis manos puras y decir a los dioses: «He
procurado no deshonraros ni descuidar aquellas facultades que me disteis para
que pudiera conoceros y serviros. Este es el uso que he hecho de mis sentidos y
de mi inteligencia. Además, nunca me quejé de vosotros ni me irrité contra lo
que me mandasteis, fuese lo que fuese»”[4].
El Memento mori conlleva a buscar una
actitud que nos impulse a tener ganas de vivir intensamente, a vivir en el
presente y a aprovechar a fondo nuestro tiempo, a entender que el Titán Cronos
nos está devorando desde el momento en que nacemos y que por esto debemos
sentir la vida como un regalo o una bendición. En otras palabras, nos lleva a
conectarnos con la expresión latina Carpe
Diem, Tempus Fugit, del poeta Virgilio, que significa “aprovecha el día, el
tiempo vuela” o pudiéramos decir que el tiempo huye y desaparece. Y es que los
días vividos fueron momentos que quedaron en nuestros recuerdos pero que no
regresarán.
Recordar
que somos mortales nos da una perspectiva más realista de nuestra existencia, y
nos ayuda a percibir la importancia real que tienen las cosas y situaciones que
nos rodean. Las preocupaciones superficiales se posicionan en un segundo plano,
dejan de afectarnos como antes y damos más importancia a materializar los
sueños más profundos y a tratar de convertirnos en personas virtuosas.
Otro
personaje importante dentro de la filosofía griega, que no podemos dejar de
mencionar, es a Epicuro, precursor de la corriente epicureista, para quien la
aceptación de la muerte era muy importante, ya que la percibía como parte de un
proceso normal de la vida y decía que no le temiéramos porque mientras estemos
vivos ella no está, y cuando ella llegue ya nosotros no estaremos. En una
oportunidad, cuando la muerte estaba tocando sus puertas, le escribió una carta
a su discípulo Idomeneo de Lámpsaco que comenzaba diciendo: “En este día feliz
de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras…”[5] Toda una muestra de poseer
una elevada conciencia sobre el concepto de la muerte y la temporalidad.
En
el pensamiento contemporáneo de ciertas religiones y filosofías orientales
encontramos, de manera similar a estas corrientes de pensamiento griego, a
personas preparándose para tomar con sabiduría la inevitable transición de la
muerte. En su libro Enseñanzas para morir
en paz, Ramiro Calle nos cuenta una interesante experiencia: “Hace años
hallé en Nepal a un viejecillo que, al atardecer, pedía unas rupias para
comprar madera destinada a su propia incineración. Estaba asombrosamente
tranquilo, sin perder su tenue sonrisa. Murió aquella noche y vi cómo
incineraban su cuerpo al día siguiente. Puedo asegurar que ese hombre no sentía
el menor temor a la muerte”[6].
Además
de la Filosofía, la muerte ha servido de inspiración para la poesía, la
literatura, el arte, el teatro y ciertas áreas del saber cómo la Psicología, la
Psiquiatría, la Física y la Teología.
En
este sentido de ideas, cabe subrayar, el aporte tan significativo que han hecho
muchos médicos e investigadores en los estudios de las experiencias cercanas a
la muerte (ECM), que empezaron a sonar en el año 1975 con aquel famoso libro
titulado Vida después de la vida,
escrito por el doctor Raymond Moody. Aunque ya para el año 1969 se había
revolucionado el mundo de los cuidados a enfermos terminales con el célebre
libro de la doctora Elizabeth Kübler-Ross: Sobre
la muerte y los moribundos, en el que se establece el modelo Kübler-Ross, que pasará a la posteridad como las cinco
etapas del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación). Estos
dos pioneros, iniciaron los estudios de los relatos que contaban muchos de sus
pacientes que se estaban despidiendo de este mundo y también de los que
fallecían clínicamente, pero lograban regresar. Además de relatar las vivencias
de estas personas, describían los cambios en su comportamiento al enfrentar
este ineludible desenlace. Notaban que percibían la vida como un trayecto
temporal, aprovechando al máximo cada momento. Además, experimentaban un
aumento en la confianza en sí mismos y en su propósito vital, disminuía su
miedo a la muerte, fortalecían su espiritualidad, sentían mayor compasión por
los demás, y valoraban profundamente su existencia, mientras mostraban menor
interés por las posesiones materiales.
Muchos
otros investigadores han proseguido con dichos estudios para generar
interesantes aportes sobre el tema, como es el caso de Pim vam Lommel, Bruce
Greyson, Eben Alexander, Manuel Sans Segarra, Sam Parnia, Kenneth Ring y Peter
Fenwick, solo por mencionar algunos.
Es
importante señalar que años atrás, la muerte se manifestaba con una especie de
ritual más íntimo, más cercano. Las personas fallecían en casa, junto a su
familia, en presencia de los niños, amigos y vecinos. El acto de morir era, por
tanto, un hecho asumido desde la infancia. Desde niño, se podía percibir el
dolor que producía la muerte de los seres queridos y la forma en que cada uno
se preparaba para morir y afrontar la última despedida. Este tipo de vivencias
acercaba más a las personas al pensamiento de la muerte. Por otro lado, el
tiempo de vida era más corto; y debido a esto nos encontramos en la historia
con personas muy jóvenes, según nuestro concepto actual, que ya habían caminado
un largo trecho de realización personal, y que habían rellenado los espacios de
su vida con una cantidad de contenido sustancioso. Porque una cosa es la
cantidad de tiempo que podamos vivir y otra la calidad de tiempo vivido. Ya lo
aclaró Séneca en su texto Sobre la
brevedad de la vida, cuando dijo: “No hay motivo para pensar que cualquiera
haya vivido largo tiempo, porque le salieran las canas o porque lo veamos con
la cara arrugada; este no vivió largo tiempo, sino que estuvo largo tiempo en
la Tierra”[7]. Y esto es importante en
la actualidad porque, a sabiendas de que la medicina ha alargado un poco más nuestro
tiempo en este mundo, muchos ocultan el pensamiento de la mortalidad y
postergan sueños y proyectos para después, un después que tal vez nunca llegue.
Así
mismo, la cantidad de información con la que nos bombardean por las redes
sociales y el internet, en general, tiende a desviarnos del autoconocimiento y
del proceso de realización personal, con lo cual desperdiciamos nuestro valioso
tiempo de vida en huecas rutinas que terminan por convertirnos en seres de
sonrisa falsa y vacío interior. Por eso el mismo Séneca se refirió al respecto
con estas palabras: “La vida es suficientemente larga y se nos ha concedido con
libertad para que pudiésemos terminar las empresas de mayor importancia, si
toda ella se emplease debidamente. Pero cuando se desperdicia indolentemente
entre placeres y lujos, cuando se gasta en cosas inútiles, llega por fin el
último momento que nos obliga a reflexionar, y entonces nos damos cuenta de que
ha pasado, sin llegar a comprender cómo ha sido”[8].
Hoy
solemos ver a la muerte como algo que sucede lejos de nosotros, en los
hospitales, cementerios y funerarias, donde el cuerpo es maquillado y preparado
en un ataúd, para luego ser enterrado o cremado y así romper lo más pronto
posible con ese duro recuerdo, con esa cruda realidad. En otras palabras, es un
acto frío y comercial. Si se tomara conciencia de que todos envejeceremos y, en
consecuencia, moriremos en algún momento, se convertiría en una política de
Estado la construcción de modernos y confortables asilos para ancianos y
geriátricos gratuitos, para todos los que deseen retirarse y esperar su
travesía final en este mundo. En estos lugares debería reinar la alegría, la
paz y la reflexión, además de la orientación necesaria para enfrentar cualquier
tipo de angustia que se presente y esperar con calma la última expiración.
Lamentablemente,
la sociedad actual no está diseñada para familiarizarnos más a fondo con el
concepto de la muerte, sino para evadirlo, es una actitud de rechazo y
ocultación. Una visión que debería estudiarse más en las escuelas y universidades,
pero el tecnicismo social, el afán de la producción mercantilista y la
acumulación de bienes materiales se impone. Los gobiernos invierten millones de
dólares en entrenar a ejércitos para que maten y destruyan a otras personas, en
la compra o fabricación de armas de guerra, proyectiles, bombas, aviones,
barcos y submarinos, cuando saben que existen millones de personas que pasan
hambre, se enferman, carecen de una educación básica o viven en situaciones de
miseria. Asimismo, invierten poco o nada en enseñar sobre la finitud de la vida,
en la toma de conciencia sobre la importancia que posee cada ser humano en este
mundo y en el aporte que este puede dar en su tiempo histórico.
Tal
vez esto suene muy utópico o romántico, pero esas mismas escuelas deberían
enseñar y profundizar en el concepto de la otredad, el amor y la compasión al
prójimo, no como un acto religioso, sino como uno virtuoso que vaya aplacando
la avaricia y el egoísmo que habita en nuestros corazones, además de otros tantos
vicios que tiñen de negro este mundo. Pero en una sociedad que rinde culto al
cuerpo, al hedonismo y a la vida material, es inevitable que pensemos que
debemos vencer la batalla contra la vejez y la muerte para vivir una eterna
juventud. Por eso queremos apartar la visión de la muerte de nuestra
existencia, lo cual se convierte en una utopía que, a la larga, nos conlleva a
una vida superficial, adormecida y sin sentido.
Así
lo dio a entender el escritor Humberto Eco, en su artículo Baile en torno a la muerte:
(…)
¿qué les enseñamos a nuestros contemporáneos hoy en día? Que la muerte ocurre
lejos de nosotros en los hospitales, que los dolientes no tienen necesariamente
que acompañar al ataúd al cementerio, que ya no vemos a la muerte. O, más bien,
que la vemos continuamente: personas golpeadas, baleadas o despedazadas en
explosiones; hundidas en el fondo del río con los pies envueltos en concreto;
tiradas sin vida en la acera, con la cabeza rodando en la cuneta. Pero ésos no
son ni prójimos ni queridos: son actores. La muerte es un espectáculo; por
supuesto en el cine y la televisión, pero también en la vida real. Devoramos
las noticias de los medios sobre la muchacha que fue violada y asesinada, o
sobre las víctimas de un asesino serial. No vemos los cuerpos torturados, pues
eso nos recordaría a la muerte en sí. Más bien vemos a los amigos llorosos que
llevan flores a la escena del crimen u organizan una vigilia a la luz de las
velas. O, mucho más sádico, vemos a los reporteros que tocan a la puerta de una
madre en duelo para preguntarle qué sintió al enterarse del asesinato de su
hija. La muerte en sí se muestra sólo de manera indirecta, a través del dolor
de los amigos y los padres, lo que nos afecta menos visceralmente. La muerte ha
desaparecido en gran medida de nuestro horizonte de experiencia inmediato. El
resultado es que habrá más gente aterrada cuando llegue el momento de
enfrentarse al evento que ha sido nuestro destino desde el nacimiento. Un
destino que los hombres sabios dedican toda su vida a aceptar.[9]”
Este espectáculo, al que se refiere Humberto Eco, es algo que
experimentamos a diario en nuestras vidas. Información de numerosas muertes que
nos llega a través de las noticias nacionales e internacionales por los medios
de comunicación, ya sea por guerras, crímenes, desastres naturales, epidemias o
hambrunas. Decesos que son medidos por los periodistas o analistas
especializados, como estadísticas, índices o simples porcentajes. Son números
que tratan de explicar un suceso, es decir, una especie de abstracción mental que
se olvida del sufrimiento que hay detrás de cada una de esas muertes. Estos
cálculos matemáticos se manifiestan hasta que muere un familiar o un ser
querido muy cercano, entonces el dolor muestra el verdadero rostro del ser
humano. En su libro El hombre y la muerte,
el filósofo francés Edgar Morín nos explica: “El dolor provocado por una muerte
no existe más que cuando la individualidad del muerto estaba presente y
reconocida: cuanto más próximo, íntimo, familiar, amado o respetado, es decir
«único» era el muerto, más violento es el dolor; sin embargo, poca o ninguna
perturbación se produce con ocasión de la muerte del ser anónimo, que no era
«irremplazable»”[10].
Es necesario que el tema de la impermanencia sea abordado de una manera
abierta por las diferentes ramas del pensamiento, y digo de manera abierta,
porque la sociedad busca tapar el sol con un dedo, o escupirle al sol como
Narciso, para tratar de esconder a la muerte de nuestro lenguaje cotidiano
hasta que la realidad venga a visitarnos y nos abra los ojos, aunque sea por
corto tiempo, y luego el sistema nos absorba nuevamente.
Así lo expresó el poeta Luis Enrique Mármol, con su poema Todos iban:
perseguían un objetivo próximo;
unos iban a su trabajo,
otros al trabajo de otros…
Los ojos errantes y vagos,
hacia la mancha de los pinos
cruzó indolente un enlutado…
──¿A dónde vas?
──No sé ──me dijo.
Todos iban desorientados,
y el enlutado hacia sí mismo!
Nuestro pensamiento autónomo se encuentra envuelto por un sistema social
que nos fabrica los pensamientos y los deseos. Somos pensados por este sistema
que nos adormece con su rutina cotidiana, manejados por ejes de poder que
quieren tratarnos como simples marionetas o títeres, y así nos crean
pseudo-responsabilidades, placeres superfluos, novedades, modas y tendencias
que nos atrapan en una especie de bucle, que se repite y se vuelve a repetir.
Necesitamos sociedades menos obsesionadas con el
materialismo y más comprometidas con la importancia de la conciencia, la moral
y la ética, como pilares fundamentales para construir entornos más humanos;
donde la solidaridad, el altruismo, la humildad, el honor, la dignidad, la
compasión y en general la virtud, emerjan como los principios rectores de los
ciudadanos. Sociedades que entiendan al dinero como un complemento
importante en la vida, ya que su función es de lubricar la economía, pero no es
un fin en sí mismo. En donde prevalezca el ser sobre el tener y sobre la
apariencia; en las que se utilicen a las redes sociales como espacios
educativos para cultivar valores y medios para difundir información a nivel
global, en lugar de convertirse en simples plataformas de entretenimiento,
algunos triviales y otros muy ridículos, por cierto, centrados básicamente en
la búsqueda de seguidores o likes. Sociedades que nos enseñen a ser responsables
de nuestro momento histórico, al cual todos debemos aportarle, porque somos
parte de una generación que moldea los preceptos sociales que se delegarán a la
posteridad.
La existencia se presenta como un viaje incierto y
efímero, quizás una travesía que, al igual que la de Odiseo, debemos atravesar
con sus múltiples experiencias, dificultades, aventuras y enseñanzas. Es un
camino, marcado por las diferentes etapas que nos presentan los años, una
vereda llena de contrastes, donde nos aguardan paisajes idílicos y desafiantes
obstáculos. En este vaivén de luces y sombras, es crucial emplear las mejores habilidades
que poseemos para sobrevivir y, al mismo tiempo, comprometernos con nuestro
momento histórico, mientras exploramos nuestro ser en búsqueda de crecimiento y
superación personal.
En el poema Impermanencia, de mi
libro: El tiempo y su legado, expreso
este paso por la senda de la vida y las huellas que, ineludiblemente, todos
dejaremos al final de la travesía, ya sean trascendentes o irrelevantes, buenas
o malas. Aquí un extracto del mismo:
sobre el océano de la incertidumbre.
Pasan días, meses, años y centurias
y la esfinge del destino se presenta indetenible.
Pasa la primavera, el verano, el otoño y el invierno,
brilla el sol y luego se oculta, las hojas se secan y caen
y una brisa helada empaña nuestros corazones.
Pasa la infancia, la juventud y llega la vejez con sus dolencias
llega la piel resquebrajada y las mejillas flácidas
la visión nublada y la espalda encorvada
llega el cansancio y los lamentos pretéritos
… llega el final de la jornada
Pasa una existencia, una vida que se extingue como una llama
una vida que se desliza hacia el laberinto de la eternidad…
Y quedarán marcadas sus huellas en el polvo de la historia:
inseguras o firmes, ligeras o pesadas, falsas o sinceras.
Y quedará, tal vez, una imagen, un suspiro o un triste mausoleo
Todo, todo pasa en esta vida
… solo quedan los recuerdos
Vencer a la muerte es una utopía, a unos le toca partir
jóvenes y a otros más viejos, pero, en definitiva, a todos nos toca partir de
este mundo. Con razón dice la Biblia: “Pues polvo eres,
y al polvo volverás”[11].
Por eso el tener a la muerte como una aliada en la vida,
tal vez como una amiga que nos recuerde constantemente que estamos de visita en
este mundo, puede convertirse en una gran oportunidad para vivir. Esta
conciencia nos llevará a ser menos apegados a las cosas materiales, más
humildes y menos arrogantes, porque entendemos nuestra fragilidad, a examinar
nuestro comportamiento y corregir los errores, a hacer aquello que nos llene y
dejar de perder el tiempo en cosas triviales por estar sumergidos en la
sempiterna rutina de la cotidianidad que nos conduce al adormecimiento, y nos
lleva a comportarnos como zombis en una sociedad desorientada. A no dejar pasar
los días como si fuéramos a vivir para siempre y a no postergar para un futuro
incierto y vacilante, lo que para nosotros es importante ahora. En otras
palabras, a preguntarnos si estamos cumpliendo con la emblemática frase del
Mahatma Gandhi que nos invita a vivir como si fuéramos a morir mañana y a
aprender como si fuéramos a vivir para siempre.
Comprender el concepto de la impermanencia puede tener profundas repercusiones en nuestra percepción de la existencia y en la relación que mantenemos con el mundo que nos rodea y con nosotros mismos. Al aceptar la transitoriedad de todo, podemos cultivar una mentalidad de desapego, equilibrio emocional y compasión. Asimismo, nos insta a abrazar el cambio como una parte inherente y natural de la vida, incentivándonos a vivirla con plenitud y agradecimiento, así como a desarrollarnos como individuos más genuinos, conscientes de nuestra finitud y de la libertad que en ella habita.
Por: Ernesto Marrero R.
Nota: este ensayo será también el prefacio de mi próximo libro: Fragmentos de Impermanencia.
[1] Schopenhauer, Arthur. El mundo
como voluntad y representación, Vol II. Madrid: Fondo de Cultura Económica,
2005. p. 446
[2] Montaigne. Ensayos escogidos.
Madrid: Edaf, 2010. p. 59
[3] Platón. Diálogos I. Barcelona: Biblioteca básica Gredos. 2000
[4] Epicteto. Máximas. Buenos
Aires: Losada, 2007. p. 121
[5] Mosterín Jesús, Helenismo.
Madrid. Alianza Editorial., S.A. 2007. p. 57
[6] Calle Ramiro, Enseñanzas para morir en paz.
Madrid. Ediciones Jaguar, S.A. 2001. p. 79
[7] Séneca. Sobre la felicidad, Sobre
la brevedad de la vida. Madrid: Edaf, 2008, p. 157
[8] Ibid.,p. 138
[9] Eco, Umberto. Baile en torno a la muerte.
Diario en línea Infobae. 2012 https://opinion.infobae.com/umberto-eco/2012/12/07/baile-en-torno-a-la-muerte/index.html
[10] Morín Edgar. El hombre y la muerte.
Barcelona: Editorial Kairós, 1974, p. 31
[11] Génesis 3: 19
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