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Filosofía clásica y existencial en torno a la Literatura... Un camino de reflexiones y letras para encontrarnos.
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jueves, 25 de julio de 2024

La belleza efímera de la existencia: Reflexiones sobre la impermanencia

 



Que la muerte y el exilio, y todas las demás cosas
que parecen terribles, estén a diario ante tus ojos,
pero sobre todo la muerte; y nunca abrigarás
un pensamiento abyecto, ni codiciarás ansiosamente nada.”
 
Epicteto (55-135 d.C.), El Enquiridión



La impermanencia es un concepto clave en diversas religiones y filosofías de vida. Nos dice que todo está en constante transformación, que nada es para siempre, ya sea en relación con nuestra realidad exterior como en la interna. En la mente los pensamientos van y vienen, son cambiantes, pasa uno y luego llega otro, y cada uno de ellos produce un tipo de emoción que afecta nuestro organismo. De la misma manera, todos los objetos compuestos sufren un continuo cambio de condición y están sujetos a la decadencia y a la descomposición. Tanto el microcosmos como el macrocosmos se encuentra en un incesante cambio: el átomo, la molécula, la célula, los tejidos, los planetas, las estrellas y las galaxias, todo se forma y se destruye. Baila la vida con su indetenible danza de creación y destrucción, a la que los hinduistas le denominaban la danza del dios Shiva o danza de la dicha furiosa; en la que Shiva se representa como Nataraja, el danzante divino.

            El ser humano es la única criatura en la Tierra que posee una conciencia de finitud, y de alguna manera sabe que su paso por este mundo es temporal, que tarde o temprano tendrá que abandonarlo. Decía Arthur Schopenhauer “El animal vive sin conocer verdaderamente la muerte: por eso el individuo animal disfruta inmediatamente del pleno carácter imperecedero de la especie, en tanto que solo es consciente de sí como algo sin fin. En el hombre, con la razón, comparece la espantosa certeza de la muerte.”[1] y a su vez, esto le genera una angustia existencial o tensión constante, mientras camina por la delgada cuerda de la vida, que siempre termina por romperse.

El Maha-parinibbana Sutta nos cuenta que antes de fallecer, Buda les preguntó a sus discípulos si tenían alguna pregunta para hacerle, pero ellos permanecieron en silencio, entonces el maestro les dijo: “Todas las cosas condicionadas están sujetas a desaparecer, busquen constantemente su liberación”.

Hablar de la muerte pudiera parecer deprimente, pesimista o amargo, y existe un gran número de personas que prefieren hacer justo lo contrario, aferrarse a la idea de una vida sin extinción y evitar hablar de ella; algunos juegan al escondite y hasta deciden no pronunciar su nombre para no crear un mal augurio. Para ilustrar esta idea pudiéramos hablar de Sísifo, un personaje de la mitología griega que logró burlar a la muerte en varias ocasiones. En una primera oportunidad fue llevado al Inframundo por el dios Tánatos, y allí le pidió que le enseñara a manejar las cadenas con las que sería sujetado, pero hábilmente pudo engañarlo. Con gran rapidez lo encadenó y así escapó al mundo de los vivos. Cuando le tocó morir por segunda vez le pidió a su esposa Mérope que arrojara su cuerpo a la plaza pública, y desde allí fue arrastrado por las aguas hasta las costas del río Estigia, que colindaba con el mundo de los muertos. Sísifo se acercó a Perséfone, reina del Hades, y le informó que su esposa lo había ofendido al no honrarlo con un funeral. Perséfone le concedió permiso para regresar al mundo de los vivos y escarmentarla, siempre y cuando regresara una vez terminada su labor. Como era de esperar, Sísifo rompió su promesa y se volvió a quedar, burlando nuevamente a la muerte. Pero esta vez Hermes fue a buscarlo, y se le impuso como castigo, el tener que cargar una roca por una colina, y cuando llegara a la cima la roca volvía a caer y Sísifo debía comenzar nuevamente a subir la cuesta, una y otra vez, por toda la eternidad.

Como podemos percibir en este mito, escapar de la muerte es imposible, tan solo queda aceptarla y relacionarnos con su presencia, así mismo, percibir la finitud de la vida y entender la impermenencia como un proceso que es parte de la naturaleza.

En realidad, existen numerosas razones que pueden justificar el temor a la muerte, en primer lugar, poseemos un instinto de conservación que va a luchar para que la vida continúe y evite dicho final, tenemos también el miedo ancestral a lo desconocido, a aquello que pueda existir después de esta vida, a esa experiencia oculta e inescrutable, o peor aún, a que no exista nada y tan solo desaparezca nuestra conciencia con el cerebro. Por otro lado, se encuentra el temor a las enfermedades y el sufrimiento previo al fallecimiento, también hay un rechazo a la soledad que produce la antesala de la muerte, y por último podemos hablar de la angustia de saber que nos apartaremos de nuestros seres queridos y que no podremos cumplir los planes que teníamos planteados para un futuro. Todos estos puntos son ciertos y marcan una justificación al tratar de evitar este inevitable ocaso, pero no por eso dejará de llegar, ni de sorprendernos con la partida de un ser querido. Bien lo expresó el filósofo Michel de Montaigne en su ensayo Que filosofar es prepararse para morir: “Unos vienen, otros van, trotan estos, danzan aquellos, pero de la muerte nadie nos informa. Todo es muy hermoso. Pero cuando el momento llega, a propios y extraños, a sus mujeres, hijos y amigos, los sorprende y los coge de sorpresa y como al descubierto. ¡Y qué tormentos, qué gritos, qué rabia y qué desesperación se apodera de todos! ¿Visteis alguna vez nada tan decaído, cambiado y confuso? Es necesario, por tanto, andar prevenido”[2].

No obstante, todo va a depender del enfoque que le demos al concepto de la muerte, porque lo cierto es que somos seres finitos, que estamos de paso por este mundo, y tenerla siempre presente, puede acarrear efectos muy positivos en nuestra vida. Ya lo indicó Viktor Frankl cuando nos comentó que el temor a la muerte solo puede afectar a aquellas personas que no saben cómo aprovechar el tiempo que se les concede para vivir.

El tratar de buscarle una explicación a este inevitable final, ha movido la imaginación y la investigación del ser humano para encontrarle un sentido a la vida. Debido a la muerte nacieron los primeros mitos y de aquí las religiones. El temor a los embates de la naturaleza, que en cualquier momento podían arrasar con una población ya sea por un tsunami, un deslave, un terremoto, una inundación o la explosión de un volcán, llevó a pensar que estos fenómenos se producían por el enojo de seres invisibles que castigaban a los humanos por sus malas acciones. Llevados por la intuición, y algunos por los oráculos, poseían la confianza de que estas personas fallecidas se dirigían a otros mundos inmateriales, donde vivirían según su comportamiento y por las obras plasmadas en vida (sean buenas o malas).

Vale la pena citar un ejemplo de cómo la mitología griega, de las más ricas en cuanto a mitos, trataba el tema de la muerte. Para los griegos, el dios Tánatos representaba a la muerte esperada, la que llegaba con serenidad, también era el hermano gemelo de Hipnos, el sueño, ya que al dormir la persona quedaba en un estado similar al de un cadáver. El dios Ker o las Keres, espíritus femeninos sangrientos y aterradores, se relacionaban con la muerte violenta.

Del dios Tánatos se origina la palabra “tanatología”, que es definida como el conjunto de conocimientos médicos relativos a la muerte. No obstante, partiendo del principio etimológico de esta palabra, podemos observar que Tánatos se vincula realmente con la muerte esperada, a la que llega con serenidad. Pero para el caso de la muertes violentas o inesperadas, deberíamos referirnos a las Keres o al dios Ker, por eso es importante crear una diferenciación entre estas muertes, y para esto he propuesto la palabra “kereología” o “kerelogía”, que se vincula con las muertes producidas de forma trágica o inesperada.

Siempre esta partida del mundo físico se producía por causa del inevitable destino, y este estaba regido por las Moiras, que eran tres mujeres: Cloto, Láquesis y Átropos. Cloto era la hilandera, la que hilaba la hebra de la vida, Láquesis se encargaba de medir con su vara la longitud del hilo de la existencia del mortal y Átropos era quien lo cortaba con su filosa tijera. De esta manera el alma se dirigía al Hades, región donde habitaban las almas de los difuntos. Después de pasar por el río Estigia, guiados por el viejo Caronte en su barca, llegaban a encontrarse con el furioso perro de tres cabezas llamado Cancerbero, y con tres jueces que determinarían si el cúmulo de acciones realizadas en la Tierra se inclinarían hacia el lado positivo, con lo cual se dirigirían a los Campos Elíseos o a las Islas Afortunadas, o si les tocaría descender al Tártaro, donde sufrirían penas inimaginables por sus faltas.

De la misma forma en que los mitos y la muerte caminaron de la mano con los griegos, también lo hicieron los romanos, celtas, egipcios, incas, mayas, aztecas y diversas tribus africanas, solo por mencionar algunas culturas en el hilo de la historia. Estas civilizaciones intentaban cerrar la insondable brecha que se abría entre el mundo sagrado y el mundo profano.

“El paso del mito al logos” y, en consecuencia, el nacimiento de la filosofía, también apareció como una forma de vivir en compañía de esta inevitable partida. En el Fedón, Sócrates le dice a Simmias: “los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente temible”[3]. Cicerón también aseveraba, de manera similar, que filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte.

De manera similar a Sócrates, Buda les decía a sus seguidores: “Incluso la muerte no debe ser temida por alguien que ha vivido sabiamente”. En el Sutta Satipatthana, cuando Buda se refiere a Las nueve contemplaciones del cementerio, les explica a sus discípulos: “Asimismo, monjes, cuando un monje ve un cuerpo que lleva un día muerto, o dos días muerto, o tres días muerto, hinchado, amoratado y putrefacto, tirado en el osario, aplica esta percepción a su propio cuerpo de esta manera: «Es verdad que este cuerpo mío tiene también la misma naturaleza, se volverá igual y no escapará a ello».” De esta forma, Buda continúa invitando a los monjes a que prosigan su contemplación con diferentes cuerpos en descomposición en el cementerio, unos devorados por cuervos, buitres, perros y chacales, otros por gusanos e insectos, hasta que se convierten en esqueletos. Y así los conduce hacia el contacto con una cruda realidad que, tarde o temprano, tendrá que pasarle a su organismo.

Varias escuelas griegas vivieron con la conciencia de la fugacidad de la vida, pero en especial resalta el estilo de vida de los estoicos que, dentro de sus prácticas, enfatizaron en el llamado “Memento mori”, una expresión latina que significa: “recuerda la muerte”. En este sentido, los estoicos vivían con el convencimiento de que podían fallecer en cualquier instante, y caminaban de la mano con el concepto de la impermanencia. Por eso debían aprovechar la vida en momentos sustanciosos que ayudaran a la sociedad o que les permitieran crecer internamente hasta conseguir la ataraxia, esa forma de autonomía mental que procede de la carencia de necesidades y la indiferencia ante las riquezas y bienes materiales. También es importante aclarar que la ataraxia se caracteriza por la ausencia de deseos o temores, lo cual conduce a una gran serenidad, imperturbabilidad o paz interior.

Epicteto, uno de los máximos representantes del estoicismo, junto a Séneca y Marco Aurelio, llegó a decir: “¿Cómo te gustaría que te sorprendiese la muerte? En lo que a mí respecta, yo quisiera que me sorprendiese ocupado en algo grande y generoso, en algo digno de un hombre y útil a los demás; no me importaría tampoco que me sorprendiese ocupado en corregirme y atento a mis deberes, con el objeto de poder levantar hacia el cielo mis manos puras y decir a los dioses: «He procurado no deshonraros ni descuidar aquellas facultades que me disteis para que pudiera conoceros y serviros. Este es el uso que he hecho de mis sentidos y de mi inteligencia. Además, nunca me quejé de vosotros ni me irrité contra lo que me mandasteis, fuese lo que fuese»”[4].

El Memento mori conlleva a buscar una actitud que nos impulse a tener ganas de vivir intensamente, a vivir en el presente y a aprovechar a fondo nuestro tiempo, a entender que el Titán Cronos nos está devorando desde el momento en que nacemos y que por esto debemos sentir la vida como un regalo o una bendición. En otras palabras, nos lleva a conectarnos con la expresión latina Carpe Diem, Tempus Fugit, del poeta Virgilio, que significa “aprovecha el día, el tiempo vuela” o pudiéramos decir que el tiempo huye y desaparece. Y es que los días vividos fueron momentos que quedaron en nuestros recuerdos pero que no regresarán.

Recordar que somos mortales nos da una perspectiva más realista de nuestra existencia, y nos ayuda a percibir la importancia real que tienen las cosas y situaciones que nos rodean. Las preocupaciones superficiales se posicionan en un segundo plano, dejan de afectarnos como antes y damos más importancia a materializar los sueños más profundos y a tratar de convertirnos en personas virtuosas.

Otro personaje importante dentro de la filosofía griega, que no podemos dejar de mencionar, es a Epicuro, precursor de la corriente epicureista, para quien la aceptación de la muerte era muy importante, ya que la percibía como parte de un proceso normal de la vida y decía que no le temiéramos porque mientras estemos vivos ella no está, y cuando ella llegue ya nosotros no estaremos. En una oportunidad, cuando la muerte estaba tocando sus puertas, le escribió una carta a su discípulo Idomeneo de Lámpsaco que comenzaba diciendo: “En este día feliz de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras…”[5] Toda una muestra de poseer una elevada conciencia sobre el concepto de la muerte y la temporalidad.

En el pensamiento contemporáneo de ciertas religiones y filosofías orientales encontramos, de manera similar a estas corrientes de pensamiento griego, a personas preparándose para tomar con sabiduría la inevitable transición de la muerte. En su libro Enseñanzas para morir en paz, Ramiro Calle nos cuenta una interesante experiencia: “Hace años hallé en Nepal a un viejecillo que, al atardecer, pedía unas rupias para comprar madera destinada a su propia incineración. Estaba asombrosamente tranquilo, sin perder su tenue sonrisa. Murió aquella noche y vi cómo incineraban su cuerpo al día siguiente. Puedo asegurar que ese hombre no sentía el menor temor a la muerte”[6].

Además de la Filosofía, la muerte ha servido de inspiración para la poesía, la literatura, el arte, el teatro y ciertas áreas del saber cómo la Psicología, la Psiquiatría, la Física y la Teología.

En este sentido de ideas, cabe subrayar, el aporte tan significativo que han hecho muchos médicos e investigadores en los estudios de las experiencias cercanas a la muerte (ECM), que empezaron a sonar en el año 1975 con aquel famoso libro titulado Vida después de la vida, escrito por el doctor Raymond Moody. Aunque ya para el año 1969 se había revolucionado el mundo de los cuidados a enfermos terminales con el célebre libro de la doctora Elizabeth Kübler-Ross: Sobre la muerte y los moribundos, en el que se establece el modelo Kübler-Ross, que pasará a la posteridad como las cinco etapas del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación). Estos dos pioneros, iniciaron los estudios de los relatos que contaban muchos de sus pacientes que se estaban despidiendo de este mundo y también de los que fallecían clínicamente, pero lograban regresar. Además de relatar las vivencias de estas personas, describían los cambios en su comportamiento al enfrentar este ineludible desenlace. Notaban que percibían la vida como un trayecto temporal, aprovechando al máximo cada momento. Además, experimentaban un aumento en la confianza en sí mismos y en su propósito vital, disminuía su miedo a la muerte, fortalecían su espiritualidad, sentían mayor compasión por los demás, y valoraban profundamente su existencia, mientras mostraban menor interés por las posesiones materiales.

Muchos otros investigadores han proseguido con dichos estudios para generar interesantes aportes sobre el tema, como es el caso de Pim vam Lommel, Bruce Greyson, Eben Alexander, Manuel Sans Segarra, Sam Parnia, Kenneth Ring y Peter Fenwick, solo por mencionar algunos.

Es importante señalar que años atrás, la muerte se manifestaba con una especie de ritual más íntimo, más cercano. Las personas fallecían en casa, junto a su familia, en presencia de los niños, amigos y vecinos. El acto de morir era, por tanto, un hecho asumido desde la infancia. Desde niño, se podía percibir el dolor que producía la muerte de los seres queridos y la forma en que cada uno se preparaba para morir y afrontar la última despedida. Este tipo de vivencias acercaba más a las personas al pensamiento de la muerte. Por otro lado, el tiempo de vida era más corto; y debido a esto nos encontramos en la historia con personas muy jóvenes, según nuestro concepto actual, que ya habían caminado un largo trecho de realización personal, y que habían rellenado los espacios de su vida con una cantidad de contenido sustancioso. Porque una cosa es la cantidad de tiempo que podamos vivir y otra la calidad de tiempo vivido. Ya lo aclaró Séneca en su texto Sobre la brevedad de la vida, cuando dijo: “No hay motivo para pensar que cualquiera haya vivido largo tiempo, porque le salieran las canas o porque lo veamos con la cara arrugada; este no vivió largo tiempo, sino que estuvo largo tiempo en la Tierra”[7]. Y esto es importante en la actualidad porque, a sabiendas de que la medicina ha alargado un poco más nuestro tiempo en este mundo, muchos ocultan el pensamiento de la mortalidad y postergan sueños y proyectos para después, un después que tal vez nunca llegue.

Así mismo, la cantidad de información con la que nos bombardean por las redes sociales y el internet, en general, tiende a desviarnos del autoconocimiento y del proceso de realización personal, con lo cual desperdiciamos nuestro valioso tiempo de vida en huecas rutinas que terminan por convertirnos en seres de sonrisa falsa y vacío interior. Por eso el mismo Séneca se refirió al respecto con estas palabras: “La vida es suficientemente larga y se nos ha concedido con libertad para que pudiésemos terminar las empresas de mayor importancia, si toda ella se emplease debidamente. Pero cuando se desperdicia indolentemente entre placeres y lujos, cuando se gasta en cosas inútiles, llega por fin el último momento que nos obliga a reflexionar, y entonces nos damos cuenta de que ha pasado, sin llegar a comprender cómo ha sido”[8].

Hoy solemos ver a la muerte como algo que sucede lejos de nosotros, en los hospitales, cementerios y funerarias, donde el cuerpo es maquillado y preparado en un ataúd, para luego ser enterrado o cremado y así romper lo más pronto posible con ese duro recuerdo, con esa cruda realidad. En otras palabras, es un acto frío y comercial. Si se tomara conciencia de que todos envejeceremos y, en consecuencia, moriremos en algún momento, se convertiría en una política de Estado la construcción de modernos y confortables asilos para ancianos y geriátricos gratuitos, para todos los que deseen retirarse y esperar su travesía final en este mundo. En estos lugares debería reinar la alegría, la paz y la reflexión, además de la orientación necesaria para enfrentar cualquier tipo de angustia que se presente y esperar con calma la última expiración.

Lamentablemente, la sociedad actual no está diseñada para familiarizarnos más a fondo con el concepto de la muerte, sino para evadirlo, es una actitud de rechazo y ocultación. Una visión que debería estudiarse más en las escuelas y universidades, pero el tecnicismo social, el afán de la producción mercantilista y la acumulación de bienes materiales se impone. Los gobiernos invierten millones de dólares en entrenar a ejércitos para que maten y destruyan a otras personas, en la compra o fabricación de armas de guerra, proyectiles, bombas, aviones, barcos y submarinos, cuando saben que existen millones de personas que pasan hambre, se enferman, carecen de una educación básica o viven en situaciones de miseria. Asimismo, invierten poco o nada en enseñar sobre la finitud de la vida, en la toma de conciencia sobre la importancia que posee cada ser humano en este mundo y en el aporte que este puede dar en su tiempo histórico.

Tal vez esto suene muy utópico o romántico, pero esas mismas escuelas deberían enseñar y profundizar en el concepto de la otredad, el amor y la compasión al prójimo, no como un acto religioso, sino como uno virtuoso que vaya aplacando la avaricia y el egoísmo que habita en nuestros corazones, además de otros tantos vicios que tiñen de negro este mundo. Pero en una sociedad que rinde culto al cuerpo, al hedonismo y a la vida material, es inevitable que pensemos que debemos vencer la batalla contra la vejez y la muerte para vivir una eterna juventud. Por eso queremos apartar la visión de la muerte de nuestra existencia, lo cual se convierte en una utopía que, a la larga, nos conlleva a una vida superficial, adormecida y sin sentido.

Así lo dio a entender el escritor Humberto Eco, en su artículo Baile en torno a la muerte:

(…) ¿qué les enseñamos a nuestros contemporáneos hoy en día? Que la muerte ocurre lejos de nosotros en los hospitales, que los dolientes no tienen necesariamente que acompañar al ataúd al cementerio, que ya no vemos a la muerte. O, más bien, que la vemos continuamente: personas golpeadas, baleadas o despedazadas en explosiones; hundidas en el fondo del río con los pies envueltos en concreto; tiradas sin vida en la acera, con la cabeza rodando en la cuneta. Pero ésos no son ni prójimos ni queridos: son actores. La muerte es un espectáculo; por supuesto en el cine y la televisión, pero también en la vida real. Devoramos las noticias de los medios sobre la muchacha que fue violada y asesinada, o sobre las víctimas de un asesino serial. No vemos los cuerpos torturados, pues eso nos recordaría a la muerte en sí. Más bien vemos a los amigos llorosos que llevan flores a la escena del crimen u organizan una vigilia a la luz de las velas. O, mucho más sádico, vemos a los reporteros que tocan a la puerta de una madre en duelo para preguntarle qué sintió al enterarse del asesinato de su hija. La muerte en sí se muestra sólo de manera indirecta, a través del dolor de los amigos y los padres, lo que nos afecta menos visceralmente. La muerte ha desaparecido en gran medida de nuestro horizonte de experiencia inmediato. El resultado es que habrá más gente aterrada cuando llegue el momento de enfrentarse al evento que ha sido nuestro destino desde el nacimiento. Un destino que los hombres sabios dedican toda su vida a aceptar.[9]

Este espectáculo, al que se refiere Humberto Eco, es algo que experimentamos a diario en nuestras vidas. Información de numerosas muertes que nos llega a través de las noticias nacionales e internacionales por los medios de comunicación, ya sea por guerras, crímenes, desastres naturales, epidemias o hambrunas. Decesos que son medidos por los periodistas o analistas especializados, como estadísticas, índices o simples porcentajes. Son números que tratan de explicar un suceso, es decir, una especie de abstracción mental que se olvida del sufrimiento que hay detrás de cada una de esas muertes. Estos cálculos matemáticos se manifiestan hasta que muere un familiar o un ser querido muy cercano, entonces el dolor muestra el verdadero rostro del ser humano. En su libro El hombre y la muerte, el filósofo francés Edgar Morín nos explica: “El dolor provocado por una muerte no existe más que cuando la individualidad del muerto estaba presente y reconocida: cuanto más próximo, íntimo, familiar, amado o respetado, es decir «único» era el muerto, más violento es el dolor; sin embargo, poca o ninguna perturbación se produce con ocasión de la muerte del ser anónimo, que no era «irremplazable»”[10].

Es necesario que el tema de la impermanencia sea abordado de una manera abierta por las diferentes ramas del pensamiento, y digo de manera abierta, porque la sociedad busca tapar el sol con un dedo, o escupirle al sol como Narciso, para tratar de esconder a la muerte de nuestro lenguaje cotidiano hasta que la realidad venga a visitarnos y nos abra los ojos, aunque sea por corto tiempo, y luego el sistema nos absorba nuevamente.

Así lo expresó el poeta Luis Enrique Mármol, con su poema Todos iban:

Todos iban desorientados
perseguían un objetivo próximo;
unos iban a su trabajo,
otros al trabajo de otros…
Los ojos errantes y vagos,
hacia la mancha de los pinos
cruzó indolente un enlutado…
──¿A dónde vas?
──No sé ──me dijo.
Todos iban desorientados,
y el enlutado hacia sí mismo!

 

Nuestro pensamiento autónomo se encuentra envuelto por un sistema social que nos fabrica los pensamientos y los deseos. Somos pensados por este sistema que nos adormece con su rutina cotidiana, manejados por ejes de poder que quieren tratarnos como simples marionetas o títeres, y así nos crean pseudo-responsabilidades, placeres superfluos, novedades, modas y tendencias que nos atrapan en una especie de bucle, que se repite y se vuelve a repetir.

Necesitamos sociedades menos obsesionadas con el materialismo y más comprometidas con la importancia de la conciencia, la moral y la ética, como pilares fundamentales para construir entornos más humanos; donde la solidaridad, el altruismo, la humildad, el honor, la dignidad, la compasión y en general la virtud, emerjan como los principios rectores de los ciudadanos. Sociedades que entiendan al dinero como un complemento importante en la vida, ya que su función es de lubricar la economía, pero no es un fin en sí mismo. En donde prevalezca el ser sobre el tener y sobre la apariencia; en las que se utilicen a las redes sociales como espacios educativos para cultivar valores y medios para difundir información a nivel global, en lugar de convertirse en simples plataformas de entretenimiento, algunos triviales y otros muy ridículos, por cierto, centrados básicamente en la búsqueda de seguidores o likes. Sociedades que nos enseñen a ser responsables de nuestro momento histórico, al cual todos debemos aportarle, porque somos parte de una generación que moldea los preceptos sociales que se delegarán a la posteridad.

La existencia se presenta como un viaje incierto y efímero, quizás una travesía que, al igual que la de Odiseo, debemos atravesar con sus múltiples experiencias, dificultades, aventuras y enseñanzas. Es un camino, marcado por las diferentes etapas que nos presentan los años, una vereda llena de contrastes, donde nos aguardan paisajes idílicos y desafiantes obstáculos. En este vaivén de luces y sombras, es crucial emplear las mejores habilidades que poseemos para sobrevivir y, al mismo tiempo, comprometernos con nuestro momento histórico, mientras exploramos nuestro ser en búsqueda de crecimiento y superación personal.

        En el poema Impermanencia, de mi libro: El tiempo y su legado, expreso este paso por la senda de la vida y las huellas que, ineludiblemente, todos dejaremos al final de la travesía, ya sean trascendentes o irrelevantes, buenas o malas. Aquí un extracto del mismo:


Pasan los años, y la ola del tiempo avanza
sobre el océano de la incertidumbre.
Pasan días, meses, años y centurias
y la esfinge del destino se presenta indetenible.
Pasa la primavera, el verano, el otoño y el invierno,
brilla el sol y luego se oculta, las hojas se secan y caen
y una brisa helada empaña nuestros corazones.
Pasa la infancia, la juventud y llega la vejez con sus dolencias
llega la piel resquebrajada y las mejillas flácidas
la visión nublada y la espalda encorvada
llega el cansancio y los lamentos pretéritos
… llega el final de la jornada
 
Pasa una existencia, una vida que se extingue como una llama
una vida que se desliza hacia el laberinto de la eternidad…
Y quedarán marcadas sus huellas en el polvo de la historia:
inseguras o firmes, ligeras o pesadas, falsas o sinceras.
Y quedará, tal vez, una imagen, un suspiro o un triste mausoleo
 
Todo, todo pasa en esta vida
… solo quedan los recuerdos

 

Vencer a la muerte es una utopía, a unos le toca partir jóvenes y a otros más viejos, pero, en definitiva, a todos nos toca partir de este mundo. Con razón dice la Biblia: “Pues polvo eres, y al polvo volverás”[11]. Por eso el tener a la muerte como una aliada en la vida, tal vez como una amiga que nos recuerde constantemente que estamos de visita en este mundo, puede convertirse en una gran oportunidad para vivir. Esta conciencia nos llevará a ser menos apegados a las cosas materiales, más humildes y menos arrogantes, porque entendemos nuestra fragilidad, a examinar nuestro comportamiento y corregir los errores, a hacer aquello que nos llene y dejar de perder el tiempo en cosas triviales por estar sumergidos en la sempiterna rutina de la cotidianidad que nos conduce al adormecimiento, y nos lleva a comportarnos como zombis en una sociedad desorientada. A no dejar pasar los días como si fuéramos a vivir para siempre y a no postergar para un futuro incierto y vacilante, lo que para nosotros es importante ahora. En otras palabras, a preguntarnos si estamos cumpliendo con la emblemática frase del Mahatma Gandhi que nos invita a vivir como si fuéramos a morir mañana y a aprender como si fuéramos a vivir para siempre.

Comprender el concepto de la impermanencia puede tener profundas repercusiones en nuestra percepción de la existencia y en la relación que mantenemos con el mundo que nos rodea y con nosotros mismos. Al aceptar la transitoriedad de todo, podemos cultivar una mentalidad de desapego, equilibrio emocional y compasión. Asimismo, nos insta a abrazar el cambio como una parte inherente y natural de la vida, incentivándonos a vivirla con plenitud y agradecimiento, así como a desarrollarnos como individuos más genuinos, conscientes de nuestra finitud y de la libertad que en ella habita.


Por: Ernesto Marrero R.

Nota: este ensayo será también el prefacio de mi próximo libro: Fragmentos de Impermanencia.

   

 



[1] Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación, Vol II. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2005. p. 446

 

 

[2] Montaigne. Ensayos escogidos. Madrid: Edaf, 2010. p. 59

[3] Platón. Diálogos I. Barcelona: Biblioteca básica Gredos. 2000

[4] Epicteto. Máximas. Buenos Aires: Losada, 2007. p. 121

[5] Mosterín Jesús, Helenismo. Madrid. Alianza Editorial., S.A. 2007. p. 57

[6] Calle Ramiro, Enseñanzas para morir en paz. Madrid. Ediciones Jaguar, S.A. 2001. p. 79

[7] Séneca. Sobre la felicidad, Sobre la brevedad de la vida. Madrid: Edaf, 2008, p. 157

[8] Ibid.,p. 138

[9] Eco, Umberto. Baile en torno a la muerte. Diario en línea Infobae. 2012 https://opinion.infobae.com/umberto-eco/2012/12/07/baile-en-torno-a-la-muerte/index.html

 

[10] Morín Edgar. El hombre y la muerte. Barcelona: Editorial Kairós, 1974, p. 31

[11] Génesis 3: 19

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