Frases del escritor

Filosofía clásica y existencial en torno a la Literatura... Un camino de reflexiones y letras para encontrarnos.
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domingo, 16 de julio de 2023

Luz, en una oscura infancia



            
Como escritor, me hice la promesa de que algún día escribiría sobre este valioso amigo: una persona que me hizo creer que la vida podía tener algún tipo de sentido, que no era solo dinero, apariencias y resignación sino un constante cambio. Que el mundo de la escritura no podía ser una simple combinación de signos lingüísticos para generar una perfecta armonía, sino que había que transmitir un mensaje y más en un mundo donde el vacío existencial parecía apoderarse de sus habitantes.

Yo estaba trabajando para una revista de circulación nacional, que me había encomendado la redacción de unos reportajes sobre la pobreza y la criminalidad en los principales sectores populares de mi país, Venezuela. Un trabajo muy laborioso en el que tuve que viajar mucho y hasta exponer mi vida, pero valía la pena porque era bien remunerado y para mí en esa época lo más importante era el dinero, aunque ahora estoy convencido de que no es así.

Cuando conocí a Willmer era un individuo con un carisma envidiable, varias personas me aconsejaron que le hiciera una entrevista y, como buen cazador de historias, no dudé en hacerlo. Quedé fascinado con sus respuestas cargadas de optimismo; de esa palabra que marca y te acompaña por siempre, que va más allá de un lenguaje común y superficial como aquellas que solía encontrarme normalmente. Desde ese día entablamos una amistad que perduró hasta el día de su fallecimiento, aunque para mí continúa latente porque me niego a pensar que una mente tan brillante pueda podrirse en una vulgar tumba… Bueno, así comienza este relato:

Las callejuelas eran oscuras y angostas, tanto así que los carros rústicos no podían pasar por esas delgadas veredas que después se convertían en escaleras para continuar ascendiendo. Las paredes de las casas eran de ladrillos y los techos de zinc que permitían la filtración de goteras que inundaban el interior de aquellas residencias. El mal olor brotaba por los tubos rotos de aguas negras que se derramaban en las calles donde los zancudos armaban su festín, y las moscas y los gusanos también hacían lo propio en el botadero de basura que tenían en el barranco del frente. En la noche la calle pertenecía a los delincuentes y nadie tenía derecho a salir de sus casas, eran sus cárceles nocturnas… Willmer nació en este peligroso barrio.

Desde pequeño fue víctima de las injusticias de una sociedad que se desmoronaba lentamente. Nunca conoció a su padre; no obstante, por ser el mayor de los hijos tuvo que lidiar por algún tiempo con los distintos padres de sus hermanos: dos varones ―Juan y Carlos―, y una niña llamada Susana que nació después de Willmer. Ella tuvo que fungir como madre de familia, así como a él le correspondió jugar el papel de progenitor ya que María, su madre biológica, salía a trabajar de noche y al día siguiente llegaba borracha, cansada, con profundas ojeras y malhumorada. En la mañana se echaba a dormir con una condición o mandato explícito: “prohibido que interrumpan mis sueños; son los únicos momentos de mi vida en que puedo llegar a sentirme bien”.

Con el despunte del alba María regresaba al rancho y lanzaba la puerta con tal fuerza que parecía que se iban a caer las débiles paredes. Llenos de miedo, Willmer y Susana se tapaban el rostro con la sábana, porque si le llegaban a hacer algún ruido molesto recibirían una buena tunda. Muchas veces escuchaban los chillidos de la madre cuando les reclamaba a algunos de los “supuestos” padres de los niños, ya que en realidad ella siempre tenía dudas de quién sería el verdadero progenitor. 

—¡¡¡Raúl!!! ¿Por qué te fuiste?… desgraciado, perro, me dejaste por otra —refiriéndose al padre de Juan—. Eras casado y nunca me lo dijiste —continuaba—; ¡maldito seas, Oswaldo!, me prometiste que jamás me abandonarías y confié en ti. En el infierno tienes una paila de aceite hirviendo esperando por tu alma. ¡Cuánto te odio! —en este caso se refería al padre de Carlos.

Otro día le reclamaba a algún novio nuevo o se lamentaba del padre de Willmer o de Susana. En aquellos momentos ella siempre se colocaba como una víctima inocente de esos “perversos hombres” que jugaron con sus sentimientos. Después de tanto llorar terminaba por dormirse. En otras ocasiones sacaba una estampita de San Antonio, que tenía dentro de su cartera, le prendía una vela rosada y se hincaba de rodillas a rogarle que le consiguiera un marido bueno.

La vida de Willmer se desarrolló entre el silencio, la injusticia y la impotencia. En un territorio donde los delincuentes azotaban a las familias trabajadoras que, temerosas, evitaban denunciar a un mafioso o a un asesino porque posiblemente estaba protegido por los mismos agentes de seguridad. Solo quedaba callar y aprender a sobrevivir en este infierno, a tragarse la angustia y la desesperación que generaban un nudo en sus gargantas.

Los días de sosiego y esperanza familiar se les presentaban cuando el padre Félix, el párroco de la zona, venía a visitarlos los viernes en la tarde. Les regalaba ropa que recogía de sus feligreses, así como comida y ciertas medicinas, pero sobre todo les traía afecto. El sacerdote bombardeaba de consejos a María, siempre cargados de buena voluntad.

—¡Por Dios!, mujer, deja esa vida que no te llevará a nada bueno. Posees estudios de enfermería y secretariado, pero te dedicaste a la bebida.

—Padre… ¿cómo hago para dejar este mundo?, ¿cómo lo hago? —alegaba mientras se hundía en un mar de llantos—. La vida ha sido muy injusta conmigo —y mirando el cielo exclamaba—, ¡Dios, ¿qué más quieres de mí?!… ¡Por favoooor, dime!

—Ya, mujer, ¿qué te pasa?, ya basta de tanto lamento —decía el clérigo en un tono de reprimenda—. Deja de culpar a los demás de tus desgracias y empieza a cambiar tu vida. Te he dicho muchas veces que hay un centro de atención para personas con problemas de alcoholismo que está al lado de la iglesia, pero te niegas a asistir.

—Es que yo no soy alcohólica, padre, usted no me entiende... —aseguraba María como tratando de darse ánimos—. En realidad, puedo dejar de beber cuando me dé la gana, estéééé…

—Ya deja las excusas, María —interrumpió el clérigo— Te espero el lunes por allá y, por favor, no faltes.

El sacerdote siempre aconsejaba a la mujer, pero ella no le hacía caso. Apenas se marchaba de la casa empezaba a refunfuñar:

—¿Qué se creerá ese curita impertinente?, —murmuraba con el entrecejo fruncido y el rostro colorado—. Yo sé lo que hago con mi vida y nadie me va a cambiar, ¿qué sabe él de criar hijos si nunca los ha tenido? Nada más estúpido que un sacerdote hablando de cómo arreglar una familia… Yo sé cómo levantarme de esto solita. —Entonces volvía a sumergirse en el fango de las lamentaciones y el círculo vicioso volvía a repetirse.

Pasaron los años y con mucho esfuerzo Willmer empezó a salir de aquel escabroso valle de arenas movedizas. Las situaciones no se presentaron fáciles, pero él, con su vigorosa fuerza de voluntad y una enérgica constancia, lo fue logrando. Trabajaba con ahínco durante el día y estudiaba de noche. Por otro lado, su hermana Susana ayudaba a cuidar a los hermanos menores.

Willmer terminó sus estudios de secundaria, entró a la universidad y se graduó de abogado. Comenzó a litigar con dignidad y justicia; su fama como persona honrada y ejemplar se fue acrecentando a tal nivel que se postuló como alcalde del municipio y ganó las elecciones, luego se lanzó como candidato a gobernador y también resultó vencedor.

Fueron tiempos de oro para aquel olvidado barrio que terminó por convertirse en un recinto de paz y ejemplo para muchas localidades del país. Aunque el mundo de la política sea un valle donde prevalezca la noche sobre el día y las conciencias son vendidas al mejor postor, Willmer se centró en su compromiso con las personas y realizó grandes aportes: logró reducir el hampa en proporciones considerables, expulsó las mafias vinculadas a las drogas y muchos de sus cabecillas terminaron en la cárcel. La educación, la ética y el libre pensamiento se convirtieron en el norte a seguir en su política.

El clérigo siempre estuvo orgulloso de Willmer y de su hermana porque ambos fueron sacando a su familia adelante, y los colocaba de ejemplo en las misas. Ya anciano el sacerdote se fue a vivir a España, su lugar de origen, pero antes de irse le dejó una carta en la que los alentaba y los colmaba a todos de bendiciones y oraba porque siempre siguieran el camino del bien. Fueron muchas las veces que Willmer tuvo que leer esta epístola para recargar sus ánimos y proseguir.

Con el pasar de los años abandonó la política y se dedicó hacer lo que más le gustaba: escribir; además, se dedicó a trabajar con instituciones benéficas. Llegó a ser un escritor reconocido y publicó una veintena de libros entre cuentos, novelas y ensayos. También colaboró arduamente en la constitución de geriátricos y orfelinatos.

En uno de sus libros que tituló Luz, en una oscura infancia, un ensayo autobiográfico, Willmer escribió:

  «En una oportunidad unos muchachos de la cuadra, Pedro y Alexis, me invitaron a una fiesta en una lujosa mansión que parecía un palacio. Ellos llevaban ropa de marca; yo, por el contrario, no tenía qué ponerme, iba muy mal vestido, tanto así que al principio me dio vergüenza entrar, pero ellos me insistieron en que eso no importaba porque esas personas lo entenderían. Mis amigos me presentaron a dos señores vestidos con chaquetas negras de cuero, que me regalaron algo de dinero, cosa que me sorprendió mucho. Después de haber estado un par de horas en la celebración salimos a dar un paseo junto con esos extraños hombres que mostraban tanta amabilidad. Nos estacionamos en la parte de afuera de una casa; el que estaba de copiloto se bajó con Alexis y Pedro, mientras yo me quedé esperando en el vehículo con el conductor. Tocaron la puerta y salió un hombre como de unos treinta años que se quedó sorprendido al verlos, como paralizado, y quiso cerrar la puerta, pero ellos lo empujaron con fuerza hacia el interior de la vivienda y, de pronto, se sintieron cuatro detonaciones. Los tres salieron corriendo, se subieron al carro y partimos a toda prisa. Mis amigos estaban sudando y temblorosos; en cambio, el copiloto estaba sonriente y más bien se veía satisfecho. Nadie hizo comentario alguno en el camino, aunque todos sabíamos qué había sucedido.

  Al dejarme en mi casa uno de aquellos individuos me dio un pequeño fajo de billetes, cantidad muy superior a la que me habían entregado cuando llegué a la fiesta, y me comentó:

  —¡¿Viste qué fácil es ganar dinero?!… y a tus amigos les pago tres veces más que a ti por su trabajo. Te espero la próxima vez —y dándome tres palmadas en el hombro me comentó—: eres un buen muchacho; este es tu camino.

     Llegué a mi casa aproximadamente a las once de la noche y ya mis hermanos estaban durmiendo. Mi conciencia parecía calcinarme el alma y quise quemar esos malditos billetes, pero en mi familia había demasiada hambre. Después de pasar toda la noche en vela pensando en lo mejor que debía hacer, fui a un auspicio que se encontraba como a tres kilómetros de mi residencia y deposité una parte en un buzón para donaciones; con el resto me fui a un mercado para comprar comida y llevarla a casa. Ese día estuve demasiado nervioso, mis manos y mis piernas estuvieron muy inquietas, no sabía qué decirle a mi madre cuando me preguntara de dónde había sacado esas cosas. Así que decidí contarle al padre Félix lo que había sucedido. Esa tarde lo conseguí orando frente a un crucifijo que pendía de la pared. Interrumpió su oración para atenderme. Le hablé con detalle de aquella negra experiencia y la decisión que tomé en relación con el dinero que recibí; entonces me aconsejó que rezara mucho para que Dios me perdonara, pero tenía que alejarme de aquellos chicos que habían equivocado sus vidas en la búsqueda del dinero fácil. También dijo que él se encargaría de hablar con mi mamá y que no me preocupara más del asunto. En realidad, nunca supe cómo le explicó lo ocurrido, pero ella jamás comentó nada al respecto. Por mi parte, me prometí hacerle caso al sacerdote en su consejo y por años evadí a Pedro y a Alexis. Cuando los veía, pasaba por otras calles, y si venían a buscarme fingía estar enfermo. Hubiera sido cómodo obtener dinero así de sencillo, pero yo quería dar un ejemplo y no ser uno más de la manada. Años más tarde los condenaron a prisión por ladrones y asesinos. Les otorgaron una pena de veinticinco años». (Cap III, p.75-76)

     «En una oportunidad mi vida corrió peligro y también pude terminar tras las rejas. Recuerdo con claridad aquella tarde que regresaba de comprar la leche de mis hermanos. Tenía como trece años en aquel entonces cuando un muchacho, al que apodaban Barquilla, y que vivía cuatro callejones más arriba de mi casa, pasó con una bicicleta y me arrebató la bolsa. Como pedaleaba en subida, lo alcancé y logré tumbarlo; con la misma, me le fui encima y lo golpeé fuertemente en un ojo, él se apartó y metió la mano en su bolsillo derecho del que sacó un metal que brillaba con el sol. Era una navaja, corrió hacia mí y con rapidez cruzó horizontalmente el objeto filoso por mi estómago y me hizo una cortada. A pesar de que esa calle era bastante transitada en ese preciso instante no pasó nadie, solamente estaban dos borrachos sentados en una acera, al parecer con una rasca de unos tres días, que solo se dedicaron a animar la pelea como si fueran locutores deportivos. Me asusté mucho al verme la camisa ensangrentada, pero tenía que defenderme. Así que alcancé una piedra que estaba en la calle, era más grande que mi mano y se la lancé con todas mis fuerzas a su cabeza. Con el golpe quedó atontado y también comenzó a sangrar. Logré despojarlo de la navaja y lo empujé al suelo; puse ambas manos en su cuello y empecé a horcarlo, en ese instante pude ver que sus ojos se blanquearon y sentí como el aire dejaba de entrar por su tráquea. Algo dentro de mi me decía que parara, pero otra parte decía que no, que continuara hasta el final. Para colmo los borrachines que hacían barra comenzaron a auparme: «¡dale, dale, dale!», gritaban, y luego proseguían sus chillidos como un coro en perfecta sincronía: «¡sangre, sangre, sangre!». Como por envío divino, en ese momento apareció doña Jacinta, la señora que vendía las empanadas en el mercado. Nos apartó y logró que Barquilla se fuera con su cabeza rota y a mí me llevó al dispensario; en el camino me desmayé, había perdido mucha sangre, me suturaron con doce puntos y estuve dos días hospitalizado. Gracias a Dios salí bien de todo. Tres años después, en un ajuste de cuentas, mataron a aquel muchacho, con apenas dieciséis años, de un tiro en la nuca. Lamentablemente no tuvo tiempo de tomar conciencia y cambiar esa oscura vida que había llevado. Yo sí, y por eso estoy tan agradecido al Creador.

     Esta infancia tan oscura me hizo muy introvertido, pero con los años me propuse superarme y ser un prototipo de buen comportamiento; eso se lo agradezco a las sabias y oportunas palabras del padre Félix y a mi inseparable decisión porque fácilmente pude haber entrado por el portón de las drogas o hasta del sicariato». (Cap. V, p. 122- 123)

Por otro lado, María, la madre de Willmer, se sometió a varios tratamientos de desintoxicación, pero terminó por hundirse en una profunda depresión de la que jamás pudo salir; al final terminó recluida en un sanatorio. Susana, su querida hermana, estudió también con mucho esfuerzo y se graduó de socióloga en la universidad. De la misma manera sus otros dos hermanos lograron tomar un buen camino y construir vidas honestas.

Cuando Willmer murió colocaron sobre su tumba una placa que rezaba: «Willmer Barrios, un hombre que dio su vida por causas justas y demostró que el poder de la voluntad, vinculado a ideales nobles, puede producir cambios positivos y necesarios para el bienestar de nuestras sociedades… Un ejemplo a seguir».


Por: Ernesto Marrero R.

De mi libro: Quisiera contarte algo

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