Frases del escritor

Filosofía clásica y existencial en torno a la Literatura... Un camino de reflexiones y letras para encontrarnos.
Instagram:@ernestomarrero / Facebook: Ernesto Marrero Ramírez

sábado, 22 de julio de 2023

Al final de todo

 


No me arrepiento de haber colgado mis versos

en el muro de la vida.

Ni de haber regado los amaneceres

con letras reflexivas.

Ni de haber sembrado valores

en desérticas tierras

                       

No me arrepiento de haber despreciado

los antifaces de la hipocresía

y la coraza del mentiroso que finge ser bueno.

Ni de haber levantado mi pluma

en contra del escorpión de la tiranía

y de los esbirros que ejecutan sus órdenes.

Ni de haber aborrecido al juez

que vendió su honor al Señor de las tinieblas

 

No me arrepiento de haber amado a una mujer

y a los frutos que juntos cultivamos.

Ni de haber entendido mi imperfección

porque caí muchas veces en el mismo precipicio.  

Ni de haber querido a mi cuerpo, por instantes,

y después haberlo desdeñado

al entender su finitud

 

No me arrepiento de haber escarbado

en las arenas de mi psique

en búsqueda de un Sentido

que calmara mis tempestades.

Ni de haber sido un bufón para muchos

y una travesía para otros

 

No me arrepiento de haber admirado al niño

por su nivel de asombro e inocencia

y al loco por su desnuda libertad.

Ni de haber suplicado a Dios

que me explicara la balanza de su justicia

porque muchas veces la sentí

resquebrajarse en el viento…

 

Después de haber recorrido esta odisea

de incertidumbres y acertijos.

Después de haber peregrinado

un derrotero de alfombras y espinas

de alboradas y atardeceres

de bienvenidas y despedidas

         

            Después de todo… no me arrepiento

Por: Ernesto Marrero R.

De mi libro: El Tiempo y su Legado

Fotografía: Elvis Velascozo "El Picacho de Galipán"

domingo, 16 de julio de 2023

Luz, en una oscura infancia



            
Como escritor, me hice la promesa de que algún día escribiría sobre este valioso amigo: una persona que me hizo creer que la vida podía tener algún tipo de sentido, que no era solo dinero, apariencias y resignación sino un constante cambio. Que el mundo de la escritura no podía ser una simple combinación de signos lingüísticos para generar una perfecta armonía, sino que había que transmitir un mensaje y más en un mundo donde el vacío existencial parecía apoderarse de sus habitantes.

Yo estaba trabajando para una revista de circulación nacional, que me había encomendado la redacción de unos reportajes sobre la pobreza y la criminalidad en los principales sectores populares de mi país, Venezuela. Un trabajo muy laborioso en el que tuve que viajar mucho y hasta exponer mi vida, pero valía la pena porque era bien remunerado y para mí en esa época lo más importante era el dinero, aunque ahora estoy convencido de que no es así.

Cuando conocí a Willmer era un individuo con un carisma envidiable, varias personas me aconsejaron que le hiciera una entrevista y, como buen cazador de historias, no dudé en hacerlo. Quedé fascinado con sus respuestas cargadas de optimismo; de esa palabra que marca y te acompaña por siempre, que va más allá de un lenguaje común y superficial como aquellas que solía encontrarme normalmente. Desde ese día entablamos una amistad que perduró hasta el día de su fallecimiento, aunque para mí continúa latente porque me niego a pensar que una mente tan brillante pueda podrirse en una vulgar tumba… Bueno, así comienza este relato:

Las callejuelas eran oscuras y angostas, tanto así que los carros rústicos no podían pasar por esas delgadas veredas que después se convertían en escaleras para continuar ascendiendo. Las paredes de las casas eran de ladrillos y los techos de zinc que permitían la filtración de goteras que inundaban el interior de aquellas residencias. El mal olor brotaba por los tubos rotos de aguas negras que se derramaban en las calles donde los zancudos armaban su festín, y las moscas y los gusanos también hacían lo propio en el botadero de basura que tenían en el barranco del frente. En la noche la calle pertenecía a los delincuentes y nadie tenía derecho a salir de sus casas, eran sus cárceles nocturnas… Willmer nació en este peligroso barrio.

Desde pequeño fue víctima de las injusticias de una sociedad que se desmoronaba lentamente. Nunca conoció a su padre; no obstante, por ser el mayor de los hijos tuvo que lidiar por algún tiempo con los distintos padres de sus hermanos: dos varones ―Juan y Carlos―, y una niña llamada Susana que nació después de Willmer. Ella tuvo que fungir como madre de familia, así como a él le correspondió jugar el papel de progenitor ya que María, su madre biológica, salía a trabajar de noche y al día siguiente llegaba borracha, cansada, con profundas ojeras y malhumorada. En la mañana se echaba a dormir con una condición o mandato explícito: “prohibido que interrumpan mis sueños; son los únicos momentos de mi vida en que puedo llegar a sentirme bien”.

Con el despunte del alba María regresaba al rancho y lanzaba la puerta con tal fuerza que parecía que se iban a caer las débiles paredes. Llenos de miedo, Willmer y Susana se tapaban el rostro con la sábana, porque si le llegaban a hacer algún ruido molesto recibirían una buena tunda. Muchas veces escuchaban los chillidos de la madre cuando les reclamaba a algunos de los “supuestos” padres de los niños, ya que en realidad ella siempre tenía dudas de quién sería el verdadero progenitor. 

—¡¡¡Raúl!!! ¿Por qué te fuiste?… desgraciado, perro, me dejaste por otra —refiriéndose al padre de Juan—. Eras casado y nunca me lo dijiste —continuaba—; ¡maldito seas, Oswaldo!, me prometiste que jamás me abandonarías y confié en ti. En el infierno tienes una paila de aceite hirviendo esperando por tu alma. ¡Cuánto te odio! —en este caso se refería al padre de Carlos.

Otro día le reclamaba a algún novio nuevo o se lamentaba del padre de Willmer o de Susana. En aquellos momentos ella siempre se colocaba como una víctima inocente de esos “perversos hombres” que jugaron con sus sentimientos. Después de tanto llorar terminaba por dormirse. En otras ocasiones sacaba una estampita de San Antonio, que tenía dentro de su cartera, le prendía una vela rosada y se hincaba de rodillas a rogarle que le consiguiera un marido bueno.

La vida de Willmer se desarrolló entre el silencio, la injusticia y la impotencia. En un territorio donde los delincuentes azotaban a las familias trabajadoras que, temerosas, evitaban denunciar a un mafioso o a un asesino porque posiblemente estaba protegido por los mismos agentes de seguridad. Solo quedaba callar y aprender a sobrevivir en este infierno, a tragarse la angustia y la desesperación que generaban un nudo en sus gargantas.

Los días de sosiego y esperanza familiar se les presentaban cuando el padre Félix, el párroco de la zona, venía a visitarlos los viernes en la tarde. Les regalaba ropa que recogía de sus feligreses, así como comida y ciertas medicinas, pero sobre todo les traía afecto. El sacerdote bombardeaba de consejos a María, siempre cargados de buena voluntad.

—¡Por Dios!, mujer, deja esa vida que no te llevará a nada bueno. Posees estudios de enfermería y secretariado, pero te dedicaste a la bebida.

—Padre… ¿cómo hago para dejar este mundo?, ¿cómo lo hago? —alegaba mientras se hundía en un mar de llantos—. La vida ha sido muy injusta conmigo —y mirando el cielo exclamaba—, ¡Dios, ¿qué más quieres de mí?!… ¡Por favoooor, dime!

—Ya, mujer, ¿qué te pasa?, ya basta de tanto lamento —decía el clérigo en un tono de reprimenda—. Deja de culpar a los demás de tus desgracias y empieza a cambiar tu vida. Te he dicho muchas veces que hay un centro de atención para personas con problemas de alcoholismo que está al lado de la iglesia, pero te niegas a asistir.

—Es que yo no soy alcohólica, padre, usted no me entiende... —aseguraba María como tratando de darse ánimos—. En realidad, puedo dejar de beber cuando me dé la gana, estéééé…

—Ya deja las excusas, María —interrumpió el clérigo— Te espero el lunes por allá y, por favor, no faltes.

El sacerdote siempre aconsejaba a la mujer, pero ella no le hacía caso. Apenas se marchaba de la casa empezaba a refunfuñar:

—¿Qué se creerá ese curita impertinente?, —murmuraba con el entrecejo fruncido y el rostro colorado—. Yo sé lo que hago con mi vida y nadie me va a cambiar, ¿qué sabe él de criar hijos si nunca los ha tenido? Nada más estúpido que un sacerdote hablando de cómo arreglar una familia… Yo sé cómo levantarme de esto solita. —Entonces volvía a sumergirse en el fango de las lamentaciones y el círculo vicioso volvía a repetirse.

Pasaron los años y con mucho esfuerzo Willmer empezó a salir de aquel escabroso valle de arenas movedizas. Las situaciones no se presentaron fáciles, pero él, con su vigorosa fuerza de voluntad y una enérgica constancia, lo fue logrando. Trabajaba con ahínco durante el día y estudiaba de noche. Por otro lado, su hermana Susana ayudaba a cuidar a los hermanos menores.

Willmer terminó sus estudios de secundaria, entró a la universidad y se graduó de abogado. Comenzó a litigar con dignidad y justicia; su fama como persona honrada y ejemplar se fue acrecentando a tal nivel que se postuló como alcalde del municipio y ganó las elecciones, luego se lanzó como candidato a gobernador y también resultó vencedor.

Fueron tiempos de oro para aquel olvidado barrio que terminó por convertirse en un recinto de paz y ejemplo para muchas localidades del país. Aunque el mundo de la política sea un valle donde prevalezca la noche sobre el día y las conciencias son vendidas al mejor postor, Willmer se centró en su compromiso con las personas y realizó grandes aportes: logró reducir el hampa en proporciones considerables, expulsó las mafias vinculadas a las drogas y muchos de sus cabecillas terminaron en la cárcel. La educación, la ética y el libre pensamiento se convirtieron en el norte a seguir en su política.

El clérigo siempre estuvo orgulloso de Willmer y de su hermana porque ambos fueron sacando a su familia adelante, y los colocaba de ejemplo en las misas. Ya anciano el sacerdote se fue a vivir a España, su lugar de origen, pero antes de irse le dejó una carta en la que los alentaba y los colmaba a todos de bendiciones y oraba porque siempre siguieran el camino del bien. Fueron muchas las veces que Willmer tuvo que leer esta epístola para recargar sus ánimos y proseguir.

Con el pasar de los años abandonó la política y se dedicó hacer lo que más le gustaba: escribir; además, se dedicó a trabajar con instituciones benéficas. Llegó a ser un escritor reconocido y publicó una veintena de libros entre cuentos, novelas y ensayos. También colaboró arduamente en la constitución de geriátricos y orfelinatos.

En uno de sus libros que tituló Luz, en una oscura infancia, un ensayo autobiográfico, Willmer escribió:

  «En una oportunidad unos muchachos de la cuadra, Pedro y Alexis, me invitaron a una fiesta en una lujosa mansión que parecía un palacio. Ellos llevaban ropa de marca; yo, por el contrario, no tenía qué ponerme, iba muy mal vestido, tanto así que al principio me dio vergüenza entrar, pero ellos me insistieron en que eso no importaba porque esas personas lo entenderían. Mis amigos me presentaron a dos señores vestidos con chaquetas negras de cuero, que me regalaron algo de dinero, cosa que me sorprendió mucho. Después de haber estado un par de horas en la celebración salimos a dar un paseo junto con esos extraños hombres que mostraban tanta amabilidad. Nos estacionamos en la parte de afuera de una casa; el que estaba de copiloto se bajó con Alexis y Pedro, mientras yo me quedé esperando en el vehículo con el conductor. Tocaron la puerta y salió un hombre como de unos treinta años que se quedó sorprendido al verlos, como paralizado, y quiso cerrar la puerta, pero ellos lo empujaron con fuerza hacia el interior de la vivienda y, de pronto, se sintieron cuatro detonaciones. Los tres salieron corriendo, se subieron al carro y partimos a toda prisa. Mis amigos estaban sudando y temblorosos; en cambio, el copiloto estaba sonriente y más bien se veía satisfecho. Nadie hizo comentario alguno en el camino, aunque todos sabíamos qué había sucedido.

  Al dejarme en mi casa uno de aquellos individuos me dio un pequeño fajo de billetes, cantidad muy superior a la que me habían entregado cuando llegué a la fiesta, y me comentó:

  —¡¿Viste qué fácil es ganar dinero?!… y a tus amigos les pago tres veces más que a ti por su trabajo. Te espero la próxima vez —y dándome tres palmadas en el hombro me comentó—: eres un buen muchacho; este es tu camino.

     Llegué a mi casa aproximadamente a las once de la noche y ya mis hermanos estaban durmiendo. Mi conciencia parecía calcinarme el alma y quise quemar esos malditos billetes, pero en mi familia había demasiada hambre. Después de pasar toda la noche en vela pensando en lo mejor que debía hacer, fui a un auspicio que se encontraba como a tres kilómetros de mi residencia y deposité una parte en un buzón para donaciones; con el resto me fui a un mercado para comprar comida y llevarla a casa. Ese día estuve demasiado nervioso, mis manos y mis piernas estuvieron muy inquietas, no sabía qué decirle a mi madre cuando me preguntara de dónde había sacado esas cosas. Así que decidí contarle al padre Félix lo que había sucedido. Esa tarde lo conseguí orando frente a un crucifijo que pendía de la pared. Interrumpió su oración para atenderme. Le hablé con detalle de aquella negra experiencia y la decisión que tomé en relación con el dinero que recibí; entonces me aconsejó que rezara mucho para que Dios me perdonara, pero tenía que alejarme de aquellos chicos que habían equivocado sus vidas en la búsqueda del dinero fácil. También dijo que él se encargaría de hablar con mi mamá y que no me preocupara más del asunto. En realidad, nunca supe cómo le explicó lo ocurrido, pero ella jamás comentó nada al respecto. Por mi parte, me prometí hacerle caso al sacerdote en su consejo y por años evadí a Pedro y a Alexis. Cuando los veía, pasaba por otras calles, y si venían a buscarme fingía estar enfermo. Hubiera sido cómodo obtener dinero así de sencillo, pero yo quería dar un ejemplo y no ser uno más de la manada. Años más tarde los condenaron a prisión por ladrones y asesinos. Les otorgaron una pena de veinticinco años». (Cap III, p.75-76)

     «En una oportunidad mi vida corrió peligro y también pude terminar tras las rejas. Recuerdo con claridad aquella tarde que regresaba de comprar la leche de mis hermanos. Tenía como trece años en aquel entonces cuando un muchacho, al que apodaban Barquilla, y que vivía cuatro callejones más arriba de mi casa, pasó con una bicicleta y me arrebató la bolsa. Como pedaleaba en subida, lo alcancé y logré tumbarlo; con la misma, me le fui encima y lo golpeé fuertemente en un ojo, él se apartó y metió la mano en su bolsillo derecho del que sacó un metal que brillaba con el sol. Era una navaja, corrió hacia mí y con rapidez cruzó horizontalmente el objeto filoso por mi estómago y me hizo una cortada. A pesar de que esa calle era bastante transitada en ese preciso instante no pasó nadie, solamente estaban dos borrachos sentados en una acera, al parecer con una rasca de unos tres días, que solo se dedicaron a animar la pelea como si fueran locutores deportivos. Me asusté mucho al verme la camisa ensangrentada, pero tenía que defenderme. Así que alcancé una piedra que estaba en la calle, era más grande que mi mano y se la lancé con todas mis fuerzas a su cabeza. Con el golpe quedó atontado y también comenzó a sangrar. Logré despojarlo de la navaja y lo empujé al suelo; puse ambas manos en su cuello y empecé a horcarlo, en ese instante pude ver que sus ojos se blanquearon y sentí como el aire dejaba de entrar por su tráquea. Algo dentro de mi me decía que parara, pero otra parte decía que no, que continuara hasta el final. Para colmo los borrachines que hacían barra comenzaron a auparme: «¡dale, dale, dale!», gritaban, y luego proseguían sus chillidos como un coro en perfecta sincronía: «¡sangre, sangre, sangre!». Como por envío divino, en ese momento apareció doña Jacinta, la señora que vendía las empanadas en el mercado. Nos apartó y logró que Barquilla se fuera con su cabeza rota y a mí me llevó al dispensario; en el camino me desmayé, había perdido mucha sangre, me suturaron con doce puntos y estuve dos días hospitalizado. Gracias a Dios salí bien de todo. Tres años después, en un ajuste de cuentas, mataron a aquel muchacho, con apenas dieciséis años, de un tiro en la nuca. Lamentablemente no tuvo tiempo de tomar conciencia y cambiar esa oscura vida que había llevado. Yo sí, y por eso estoy tan agradecido al Creador.

     Esta infancia tan oscura me hizo muy introvertido, pero con los años me propuse superarme y ser un prototipo de buen comportamiento; eso se lo agradezco a las sabias y oportunas palabras del padre Félix y a mi inseparable decisión porque fácilmente pude haber entrado por el portón de las drogas o hasta del sicariato». (Cap. V, p. 122- 123)

Por otro lado, María, la madre de Willmer, se sometió a varios tratamientos de desintoxicación, pero terminó por hundirse en una profunda depresión de la que jamás pudo salir; al final terminó recluida en un sanatorio. Susana, su querida hermana, estudió también con mucho esfuerzo y se graduó de socióloga en la universidad. De la misma manera sus otros dos hermanos lograron tomar un buen camino y construir vidas honestas.

Cuando Willmer murió colocaron sobre su tumba una placa que rezaba: «Willmer Barrios, un hombre que dio su vida por causas justas y demostró que el poder de la voluntad, vinculado a ideales nobles, puede producir cambios positivos y necesarios para el bienestar de nuestras sociedades… Un ejemplo a seguir».


Por: Ernesto Marrero R.

De mi libro: Quisiera contarte algo

jueves, 13 de julio de 2023

La Procrastinación... Cuando tenga tiempo, empiezo

"Tú puedes retrasarte, pero el tiempo no lo hará"
Benjamin Franklin

 En la actualidad se ha puesto muy de moda el termino procrastinar, el cual consiste en posponer o retrasar tareas importantes para después, aunque se posea el tiempo para eso o se presente la ocasión y en muchos casos se sustituyen por otras situaciones más irrelevantes, ya sea por flojera, miedo o simplemente por el hecho de postergar las cosas para un mañana. Tal vez un mañana que nunca llegue.

La palabra "procrastinar" se origina del latín procrastinare y denota "dejar de hacer algo para mañana o para un mañana". Sus componentes léxicos son el prefijo pro, que remite a ‘adelante’, y el término crastinus, por ‘mañana’.

Es cierto que la rutina del día a día crea una especie de adormecimiento o sonambulismo en las personas que solamente piensan en cumplir el objetivo del día y ya, al día siguiente lo mismo y así continúan este círculo vicioso, otros son arrastrados como manada que corre a ciegas para seguir a los demás, guiados por modas que, en muchos casos, lo que hacen es deteriorar a la sociedad con antivalores, en vez de reforzar sus bases con patrones constructivos. Por otro lado, se suman las exigencias y distracciones que plantean las redes sociales que, en un alto porcentaje, transmiten ideas vacías, tan solo por incentivar el espectáculo y así poder captar más likes y seguidores. Todos estos factores tienden a alejar aún más a los individuos de plantearse objetivos profundos en sus vidas de tipo existencial o de cimentar legados que ayuden a encaminar los derroteros de la humanidad, ejemplos virtuosos que ensalcen el honor y la dignidad de las personas.

En mi artículo “La muerte, una oportunidad para vivir”, hablé sobre la necesidad de tener consciencia sobre la finitud de nuestras vidas, sobre ese corto período de tiempo que estamos en este mundo, tan corto que los orientales dicen que pasa más rápido que un parpadeo del ojo de Dios; y allí expliqué: “Esta conciencia (la que entiende la finitud de nuestras vidas) nos llevará a ser menos apegados a las cosas materiales, a ser más humildes y menos arrogantes porque entendemos nuestra fragilidad, a examinar nuestro comportamiento y corregir los errores, a revisar constantemente la vida que llevamos y preguntarnos si en realidad estamos luchando por nuestros sueños, si hemos perdonado a quien deberíamos perdonar, a hacer aquello que nos llena y a dejar de perder el tiempo en cosas triviales o a estar sumergidos en la sempiterna rutina de la cotidianidad que nos conduce al adormecimiento, y termina por convertirnos en esclavos de una sociedad que se especializa en fabricar nuestros deseos y hacernos olvidar que estamos de paso por este mundo. A no dejar pasar los días como si fuéramos a vivir para siempre y a no posponer para un futuro incierto lo que para nosotros es importante ahora, y después arrepentirnos de no haberlo hecho, en otras palabras, a preguntarnos si estamos cumpliendo con la frase de Gandhi que nos invita a vivir como si fuéramos a morir mañana y a aprender como si fuéramos a vivir para siempre”.

         En este mismo sentido, tenemos la frase Carpe Diem del pensador romano Quinto Horacio Flaco, mejor conocido como Horacio, que se traduce del latín como “aprovecha el día”, expresión que también se ha puesto mucho en el tapete en estos días. En su oda número 11 verso 8, que habla sobre la inevitable muerte, nos dice Horacio: carpe diem, quam minimum credula postero, que se traduce como “aprovecha el día, no confíes en el mañana”. Aquí nos invita a reflexionar sobre nuestro tiempo presente, que en realidad es lo único que poseemos, ya que el ayer es solo un recuerdo, una experiencia y el mañana una proyección, una expectativa.

Esto nos lleva también a la confrontación entre Cronos y Kairós. El primero es el dios del tiempo, pero del tiempo lineal, cuantitativo, aquel que puede ser medido y que todo lo devora, como lo hizo con sus hijos, porque es indetenible. Él es el que nos recuerda los segundos, minutos, horas, días y siglos que transcurren en el hilo de la historia, el que se coloca del otro lado del espejo y nos muestra las marcas que la vida deja sobre nuestro rostro con el transcurrir de los años. El otro es Kairós, que es el dios de la oportunidad, la personificación de la Ocasión. Habitualmente es considerado el hijo más joven de Zeus, aunque no se conoce sobre su madre o descendencia. Es representado como un ser pequeño y calvo con un único mechón de pelo que colgaba en la parte posterior de su cabeza, si la persona era capaz de sujetarse de él en el momento preciso, le sonreía la suerte, la felicidad, pero si tardaba un solo instante más, sus manos resbalaban y perdía la oportunidad de alcanzar ese estado de plenitud. Él representa un lapso indeterminado en que algo importante sucede, son los momentos en que podemos vivir una situación o un evento y nos olvidamos de todo, es cuando se vive un presente con intensidad y el tiempo parece detenerse. Se dice que cuando Kairós se manifiesta en su totalidad vence a Cronos.

Y si solamente contamos con este presente, por qué postergar tanto esas cosas relevantes que debemos solventar o materializar, esos sueños que por años hemos querido cumplir y no nos atrevemos a hacerlo.

A continuación, transcribo este apólogo titulado “Cuando tenga tiempo, empiezo”, que extraje de mi libro, con el mismo nombre, y que intenta mostrar la importancia de ejecutar hoy las tareas que nos hemos propuesto, y evitar postergarlas para después.

 

Cuando tenga tiempo, empiezo

 

Era un hombre muy ocupado. Su vida transcurría entre el tráfico, el trabajo y su familia, pero para él no tenía tiempo porque era una persona que vivía envuelta en sus ocupaciones. Nunca disponía de un espacio para hacer las cosas que en realidad le agradaban, como ir al gimnasio, continuar sus estudios universitarios, cantar en una coral y buscar su realización interior, aunque en muchas ocasiones se le presentaba la oportunidad de realizarlas y terminaba diciéndose: «cuando tenga tiempo, empiezo».

En algunas circunstancias la vida nos enseña que estamos equivocados en nuestra forma de pensar, y así sucedió en esta historia:

Ese día había sido muy estresante; en la empresa le habían dado el cargo a un compañero que acababa de terminar su carrera universitaria, pero a él no porque carecía del perfil académico exigido. De regreso a su casa visitó al médico, y éste le dijo que debía hacer ejercicios y modificar su régimen alimentario porque estaba pasado de peso y, además, tenía el colesterol y los triglicéridos demasiado elevados. Los nervios lo invadieron y entonces recordó los comentarios de unas secretarias que hablaban sobre la visita al país de un reconocido sabio, que venía a pasar unos días en la ciudad para reunirse con sus discípulos y, además, dictaría unas conferencias. En ese momento decidió ir a conocerlo.

Cuando llegó al lugar estaba vacío, pero encontró varios cojines en el suelo colocados en forma de círculo, y se sentó en uno de ellos.

«Seguro que llegué muy temprano», pensó, «esperaré a que vengan los demás… Ojalá que logre relajarme, estoy muy tenso».

Un anciano tembloroso que caminaba con un bastón se acercó:

—Disculpe, ¿puedo sentarme en esta silla? —preguntó mientras señalaba con el índice a una que estaba junto a la pared—. Es que mi cuerpo ya no da para usar un cojín, eso es para los jóvenes.

Le acercó la silla al anciano y continuaron conversando.

—Yo estoy esperando a que lleguen otros asistentes; creo que me vine muy temprano, ¿y usted?

—Sólo venía a conversar con este famoso maestro de quien me han hablado mucho —manifestó el anciano.

—¿Y tiene usted algún problema? —indagó con curiosidad.

—Es que mi cuerpo ya no responde igual —comentó con una mueca de dolor—. Pasé muchos años trabajando para tener una casa, un carro y mi familia. Nunca tuve tiempo para hacer las cosas que deseé en la vida porque estaba muy ocupado y, ahora que lo tengo porque estoy jubilado y mis hijos se casaron, ya mi cuerpo no me responde como quisiera; además, sé que la muerte me espera y por eso he venido a buscar una orientación espiritual, y así encontrar un poco de paz en mi mente.

En ese momento, él comenzó a verse reflejado en el anciano; cuando transcurrieran los años seguramente terminaría igual.

—Pasé mi vida acumulando logros materiales —continuó con el relato—, pero nunca me dediqué a elevar mi conciencia, ni a escuchar las exigencias de mi espíritu; tampoco pude hacer realidad mis sueños más profundos. Para todo tenía una excusa y así fui postergando las cosas para después, pero los años pasaron más rápido de lo que yo pensé, y ahora mi cuerpo no responde igual que antes... Siento que el final se acerca.

—Nunca es tarde señor, todavía puede hacerlo, lo importante es que ahora sí tiene tiempo —dijo el hombre para alentarlo.

—Me siento alegre porque al menos podré iniciar mi búsqueda interior, pero estoy consciente que no llegaré a la meta final porque me quedan pocos años de vida, y lo ideal es entregarse a este camino con un cuerpo fuerte y una mente lúcida… Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y recomenzar; debí haber llevado un mayor equilibrio entre lo material y lo espiritual. Ahora entiendo que somos cuerpo y espíritu y, sobre todo, hubiese enfatizado en materializar mis sueños. La música y la pintura siempre me fascinaron, pero nunca les dediqué tiempo… siempre lo dejé para más adelante. Me pareció que tenía otras prioridades, pero ahora me doy cuenta de que todo lo que alimente el alma es necesario para conocernos internamente y alcanzar un equilibrio emocional, por eso nunca debe postergarse.

—Yo también soy así señor —confesó el hombre que hablaba con un nudo en su garganta— y usted me acaba de enseñar que debo cambiar y comenzar desde hoy a escuchar a mi corazón, porque mañana seguramente será tarde... Gracias por este mensaje.

El anciano se sonrió y, de momento, su cara tomó otro semblante; parecía que una fuerza celestial se había apoderado de él. Su espalda se enderezó, se puso de pie y dejó el bastón a un lado. Las arrugas desaparecieron de su rostro y se movió con mucha agilidad, luego se sentó en el cojín donde iba el maestro.

—Has aprendido la lección —dijo con una enorme sonrisa en los labios.

—Pe…pe…ro, ¿quién es usted? —preguntó perplejo.

—Soy el reflejo de tu conciencia y la vida te ha traído hasta aquí para que cambies. Tomé esta representación sólo para que te reflejaras en ella y empezaras desde ahora a vivir el presente, y a buscar dentro de ti tu verdadera identidad. Para todo hay tiempo en esta vida siempre que lo sepas distribuir. Los extremos te llevan al desequilibrio, el verdadero sendero es el del medio.

En ese instante comenzaron a llegar los discípulos para sentarse alrededor del supuesto anciano, quien en realidad era el sabio.

Desde ese día el hombre cambió su ritmo de vida y empezó a buscar el equilibrio entre el mundo material y el espiritual. Culminó sus estudios universitarios, entró en un gimnasio y actualmente canta en una importante coral; también entendió que la vida es transitoria, y que el proceso del autoconocimiento y la realización interior deben comenzar desde hoy.

 

Por Ernesto Marrero R.