Como escritor, me hice la promesa de que algún día escribiría sobre este valioso amigo: una persona
que me hizo creer que la vida
podía tener algún tipo de sentido, que no era solo dinero, apariencias y
resignación sino un constante cambio. Que el mundo de la escritura no podía ser
una simple combinación de signos lingüísticos para generar una perfecta
armonía, sino que había que transmitir un mensaje y más en un mundo donde el
vacío existencial parecía
apoderarse de sus habitantes.
Yo
estaba trabajando para una revista de circulación nacional, que me había
encomendado la redacción de unos reportajes sobre la pobreza y la criminalidad
en los principales sectores populares de mi país, Venezuela. Un trabajo muy
laborioso en el que tuve que viajar mucho y hasta exponer mi vida, pero valía
la pena porque era bien remunerado y
para mí en esa época lo más importante era el dinero, aunque ahora estoy
convencido de que no es así.
Cuando
conocí a Willmer era un individuo con un carisma envidiable, varias personas me
aconsejaron que le hiciera una entrevista y, como buen cazador de historias, no
dudé en hacerlo. Quedé fascinado con sus respuestas cargadas de optimismo; de
esa palabra que marca y te acompaña por siempre, que va más allá de un lenguaje
común y superficial como aquellas que solía encontrarme normalmente. Desde ese
día entablamos una amistad que perduró hasta el día de su fallecimiento, aunque
para mí continúa latente porque me niego a pensar que una mente tan brillante
pueda podrirse en una vulgar tumba… Bueno, así comienza este relato:
Las
callejuelas eran oscuras y angostas, tanto así que los carros rústicos no
podían pasar por esas delgadas veredas que después se convertían en escaleras para
continuar ascendiendo. Las paredes de las casas eran de ladrillos y los techos
de zinc que permitían la filtración de goteras que inundaban el interior de
aquellas residencias. El mal olor brotaba por los tubos rotos de aguas negras
que se derramaban en las calles donde los zancudos armaban su festín, y las
moscas y los gusanos también hacían lo propio en el botadero de basura que
tenían en el barranco del frente. En la noche la calle pertenecía a los
delincuentes y nadie tenía derecho a salir de sus casas, eran sus cárceles
nocturnas… Willmer nació en este peligroso barrio.
Desde
pequeño fue víctima de las injusticias de una sociedad que se desmoronaba
lentamente. Nunca conoció a su padre; no obstante, por ser el mayor de los
hijos tuvo que lidiar por algún tiempo con los distintos padres de sus
hermanos: dos varones ―Juan y Carlos―, y una niña llamada Susana que nació
después de Willmer. Ella tuvo que fungir como madre de familia, así como a él
le correspondió jugar el papel de progenitor ya que María, su madre biológica,
salía a trabajar de noche y al día siguiente llegaba borracha, cansada, con
profundas ojeras y malhumorada. En la mañana se echaba a dormir con una
condición o mandato explícito: “prohibido que interrumpan mis sueños; son los
únicos momentos de mi vida en que puedo llegar a sentirme bien”.
Con
el despunte del alba María regresaba al rancho y lanzaba la puerta con tal
fuerza que parecía que se iban a caer las débiles paredes. Llenos de miedo,
Willmer y Susana se tapaban el rostro con la sábana, porque si le llegaban a
hacer algún ruido molesto recibirían una buena tunda. Muchas veces escuchaban
los chillidos de la madre cuando les reclamaba a algunos de los “supuestos”
padres de los niños, ya que en realidad ella siempre tenía dudas de quién sería
el verdadero progenitor.
—¡¡¡Raúl!!!
¿Por qué te fuiste?… desgraciado, perro, me dejaste por otra —refiriéndose al
padre de Juan—. Eras casado y nunca me lo dijiste —continuaba—; ¡maldito seas,
Oswaldo!, me prometiste que jamás me abandonarías y confié en ti. En el
infierno tienes una paila de aceite hirviendo esperando por tu alma. ¡Cuánto te
odio! —en este caso se refería al padre de Carlos.
Otro
día le reclamaba a algún novio nuevo o se lamentaba del padre de Willmer o de
Susana. En aquellos momentos ella siempre se colocaba como una víctima inocente
de esos “perversos hombres” que jugaron con sus sentimientos. Después de tanto
llorar terminaba por dormirse. En otras ocasiones sacaba una estampita de San
Antonio, que tenía dentro de su cartera, le prendía una vela rosada y se
hincaba de rodillas a rogarle que le consiguiera un marido bueno.
La
vida de Willmer se desarrolló entre el silencio, la injusticia y la impotencia.
En un territorio donde los delincuentes azotaban a las familias trabajadoras
que, temerosas, evitaban denunciar a un mafioso o a un asesino porque posiblemente estaba protegido por los
mismos agentes de seguridad. Solo quedaba callar y aprender a sobrevivir en
este infierno, a tragarse la angustia y la desesperación que generaban un nudo
en sus gargantas.
Los
días de sosiego y esperanza familiar se les presentaban cuando el padre Félix,
el párroco de la zona, venía a visitarlos los viernes en la tarde. Les regalaba
ropa que recogía de sus feligreses, así como comida y ciertas medicinas, pero
sobre todo les traía afecto. El sacerdote bombardeaba de consejos a María,
siempre cargados de buena voluntad.
—¡Por
Dios!, mujer, deja esa vida que no te llevará a nada bueno. Posees estudios de
enfermería y secretariado, pero te dedicaste a la bebida.
—Padre…
¿cómo hago para dejar este mundo?, ¿cómo lo hago? —alegaba mientras se hundía
en un mar de llantos—. La vida ha sido muy injusta conmigo —y mirando el cielo
exclamaba—, ¡Dios, ¿qué más quieres de mí?!… ¡Por favoooor, dime!
—Ya,
mujer, ¿qué te pasa?, ya basta de tanto lamento —decía el clérigo en un tono de
reprimenda—. Deja de culpar a los demás de tus desgracias y empieza a cambiar
tu vida. Te he dicho muchas veces que hay un centro de atención para personas
con problemas de alcoholismo que está al lado de la iglesia, pero te niegas a
asistir.
—Es
que yo no soy alcohólica, padre, usted no me entiende... —aseguraba María como
tratando de darse ánimos—. En realidad, puedo dejar de beber cuando me dé la
gana, estéééé…
—Ya
deja las excusas, María —interrumpió el clérigo— Te espero el lunes por allá y,
por favor, no faltes.
El
sacerdote siempre aconsejaba a la mujer, pero ella no le hacía caso. Apenas se
marchaba de la casa empezaba a refunfuñar:
—¿Qué
se creerá ese curita impertinente?, —murmuraba con el entrecejo fruncido y el
rostro colorado—. Yo sé lo que hago con mi vida y nadie me va a cambiar, ¿qué
sabe él de criar hijos si nunca los ha tenido? Nada más estúpido que un
sacerdote hablando de cómo arreglar
una familia… Yo sé cómo levantarme de esto solita. —Entonces volvía a
sumergirse en el fango de las lamentaciones y el círculo vicioso volvía a
repetirse.
Pasaron
los años y con mucho esfuerzo Willmer empezó a salir de aquel escabroso valle
de arenas movedizas. Las situaciones no se presentaron fáciles, pero él, con su
vigorosa fuerza de voluntad y una enérgica constancia, lo fue logrando.
Trabajaba con ahínco durante el día y estudiaba de noche. Por otro lado, su
hermana Susana ayudaba a cuidar a los hermanos menores.
Willmer
terminó sus estudios de secundaria, entró a la universidad y se graduó de abogado.
Comenzó a litigar con dignidad y justicia; su fama como persona honrada y
ejemplar se fue acrecentando a tal nivel que se postuló como alcalde del municipio y ganó las elecciones, luego se
lanzó como candidato a
gobernador y también resultó vencedor.
Fueron
tiempos de oro para aquel olvidado barrio que terminó por convertirse en un
recinto de paz y ejemplo para muchas localidades del país. Aunque el mundo de
la política sea un valle donde prevalezca la noche sobre el día y las
conciencias son vendidas al mejor postor, Willmer se centró en su compromiso
con las personas y realizó grandes aportes: logró reducir el hampa en
proporciones considerables, expulsó las mafias vinculadas a las drogas y muchos
de sus cabecillas terminaron en la cárcel. La educación, la ética y el libre
pensamiento se convirtieron en el norte a seguir en su política.
El
clérigo siempre estuvo orgulloso de Willmer y de su hermana porque ambos fueron
sacando a su familia adelante, y los colocaba de ejemplo en las misas. Ya
anciano el sacerdote se fue a vivir a España, su lugar de origen, pero antes de
irse le dejó una carta en la que los alentaba y los colmaba a todos de
bendiciones y oraba porque siempre siguieran el camino del bien. Fueron muchas
las veces que Willmer tuvo que leer esta epístola para recargar sus ánimos y
proseguir.
Con
el pasar de los años abandonó la política y se dedicó hacer lo que más le
gustaba: escribir; además, se dedicó a trabajar con instituciones benéficas.
Llegó a ser un escritor reconocido y publicó una veintena de libros entre
cuentos, novelas y ensayos. También colaboró arduamente en la constitución de
geriátricos y orfelinatos.
En
uno de sus libros que tituló Luz, en una oscura infancia, un ensayo
autobiográfico, Willmer escribió:
«En una oportunidad unos muchachos de la
cuadra, Pedro y Alexis, me invitaron a una fiesta en una lujosa mansión que
parecía un palacio. Ellos llevaban ropa de marca; yo, por el contrario, no
tenía qué ponerme, iba muy mal vestido, tanto así que al principio me dio
vergüenza entrar, pero ellos me insistieron en que eso no importaba porque esas
personas lo entenderían. Mis amigos me presentaron a dos señores vestidos con
chaquetas negras de cuero, que me regalaron algo de dinero, cosa que me
sorprendió mucho. Después de haber estado un par de horas en la celebración
salimos a dar un paseo junto con esos extraños hombres que mostraban tanta
amabilidad. Nos estacionamos en la parte de afuera de una casa; el que estaba
de copiloto se bajó con Alexis y Pedro, mientras yo me quedé esperando en el
vehículo con el conductor. Tocaron la puerta y salió un hombre como de unos
treinta años que se quedó sorprendido al verlos, como paralizado, y quiso
cerrar la puerta, pero ellos lo empujaron con fuerza hacia el interior de la
vivienda y, de pronto, se sintieron cuatro detonaciones. Los tres salieron
corriendo, se subieron al carro y partimos a toda prisa. Mis amigos estaban
sudando y temblorosos; en cambio, el copiloto estaba sonriente y más bien se
veía satisfecho. Nadie hizo comentario alguno en el camino, aunque todos
sabíamos qué había sucedido.
Al dejarme en mi casa uno de aquellos
individuos me dio un pequeño fajo de billetes, cantidad muy superior a la que
me habían entregado cuando llegué a la fiesta, y me comentó:
—¡¿Viste
qué fácil es ganar dinero?!… y a tus amigos les pago tres veces más que a ti
por su trabajo. Te espero la próxima vez —y dándome tres palmadas en el hombro
me comentó—: eres un buen muchacho; este es tu camino.
Llegué a mi casa aproximadamente a las once
de la noche y ya mis hermanos estaban durmiendo. Mi conciencia parecía
calcinarme el alma y quise quemar esos malditos billetes, pero en mi familia
había demasiada hambre. Después de pasar toda la noche en vela pensando en lo
mejor que debía hacer, fui a un auspicio que se encontraba como a tres
kilómetros de mi residencia y deposité una parte en un buzón para donaciones;
con el resto me fui a un mercado para comprar comida y llevarla a casa. Ese día
estuve demasiado nervioso, mis manos y mis piernas estuvieron muy inquietas, no
sabía qué decirle a mi madre cuando me preguntara de dónde había sacado esas
cosas. Así que decidí contarle al padre Félix lo que había sucedido. Esa tarde
lo conseguí orando frente a un crucifijo que pendía de la pared. Interrumpió su
oración para atenderme. Le hablé con detalle de aquella negra experiencia y la
decisión que tomé en relación con el dinero que recibí; entonces me aconsejó que
rezara mucho para que Dios me perdonara, pero tenía que alejarme de aquellos
chicos que habían equivocado sus vidas en la búsqueda del dinero fácil. También
dijo que él se encargaría de hablar con mi mamá y que no me preocupara más del
asunto. En realidad, nunca supe cómo le explicó lo ocurrido, pero ella jamás
comentó nada al respecto. Por mi parte, me prometí hacerle caso al sacerdote en
su consejo y por años evadí a Pedro y a Alexis. Cuando los veía, pasaba por
otras calles, y si venían a buscarme fingía estar enfermo. Hubiera sido cómodo
obtener dinero así de sencillo, pero yo quería dar un ejemplo y no ser uno más
de la manada. Años más tarde los condenaron a prisión por ladrones y asesinos.
Les otorgaron una pena de veinticinco años». (Cap III, p.75-76)
«En una oportunidad mi vida corrió peligro
y también pude terminar tras las rejas. Recuerdo con claridad aquella tarde que
regresaba de comprar la leche de mis hermanos. Tenía como trece años en aquel
entonces cuando un muchacho, al que apodaban Barquilla, y que vivía cuatro callejones más
arriba de mi casa, pasó con una bicicleta
y me arrebató la bolsa. Como pedaleaba en subida, lo alcancé y logré tumbarlo;
con la misma, me le fui encima y lo golpeé fuertemente en un ojo, él se apartó
y metió la mano en su bolsillo derecho del que sacó un metal que brillaba con
el sol. Era una navaja, corrió hacia mí y con rapidez cruzó horizontalmente el
objeto filoso por mi estómago y me hizo una cortada. A pesar de que esa calle
era bastante transitada en ese preciso instante no pasó nadie, solamente
estaban dos borrachos sentados en una acera, al parecer con una rasca de unos
tres días, que solo se dedicaron a animar la pelea como si fueran locutores
deportivos. Me asusté mucho al verme la camisa ensangrentada, pero tenía que
defenderme. Así que alcancé una piedra que estaba en la calle, era más grande
que mi mano y se la lancé con todas mis fuerzas a su cabeza. Con el golpe quedó
atontado y también comenzó a sangrar. Logré despojarlo de la navaja y lo empujé
al suelo; puse ambas manos en su cuello y empecé a horcarlo, en ese instante pude
ver que sus ojos se blanquearon y sentí como el aire dejaba de entrar por su
tráquea. Algo dentro de mi me decía que parara, pero otra parte decía que no,
que continuara hasta el final. Para colmo los borrachines que hacían barra
comenzaron a auparme: «¡dale, dale, dale!», gritaban, y luego proseguían sus
chillidos como un coro en perfecta sincronía: «¡sangre, sangre, sangre!». Como
por envío divino, en ese momento apareció doña Jacinta, la señora que vendía
las empanadas en el mercado. Nos apartó y logró que Barquilla se fuera
con su cabeza rota y a mí me llevó al dispensario; en el camino me desmayé,
había perdido mucha sangre, me suturaron con doce puntos y estuve dos días
hospitalizado. Gracias a Dios salí bien de todo. Tres años después, en un
ajuste de cuentas, mataron a aquel muchacho, con apenas dieciséis años, de un
tiro en la nuca. Lamentablemente no tuvo tiempo de tomar conciencia y cambiar
esa oscura vida que había llevado. Yo sí, y por eso estoy tan agradecido al
Creador.
Esta
infancia tan oscura me hizo muy introvertido, pero con los años me propuse
superarme y ser un prototipo de buen comportamiento; eso se lo agradezco a las
sabias y oportunas palabras del padre Félix y a mi inseparable decisión porque
fácilmente pude haber entrado por el portón de las drogas o hasta del sicariato».
(Cap. V, p. 122- 123)
Por
otro lado, María, la madre de Willmer, se sometió a varios tratamientos de
desintoxicación, pero terminó por hundirse en una profunda depresión de la que
jamás pudo salir; al final terminó recluida en un sanatorio. Susana, su querida
hermana, estudió también con mucho esfuerzo y se graduó de socióloga en la
universidad. De la misma manera sus otros dos hermanos lograron tomar un buen
camino y construir vidas honestas.
Cuando
Willmer murió colocaron sobre su tumba una placa que rezaba: «Willmer Barrios, un hombre que dio su vida
por causas justas y demostró que el poder de la voluntad, vinculado a ideales
nobles, puede producir cambios positivos y necesarios para el bienestar de
nuestras sociedades… Un ejemplo a seguir».
Por: Ernesto Marrero R.
De mi libro: Quisiera contarte algo