Quisiera comenzar diciendo que el diccionario de la Real Academia Española define el absurdo como: algo contrario y opuesto a la razón, que no tiene sentido. También nos dice que es un dicho o hecho irracional, arbitrario o disparatado. Basado en dichas acepciones quisiera decir que esta era de la posmodernidad nos ha llevado a vivir en el absurdo, en una superficialidad, a perder el rumbo como seres humanos que ocupamos la cima de la evolución de las especies que habitan este planeta llamado Tierra.
No
cabe duda que la llamada posmodernidad, o como la llamaría Lipovetsky: la época
de la hipermodernidad, nos ha conducido a un callejón sin salida, a una
escalera sin peldaños. Estamos viviendo una crisis de valores morales y un
hondo vacío que parece no tener salida. Entiendo que con esta corriente hayan
muerto los grandes relatos[1],
como decía Lyotard, esos elefantes blancos que prometían panaceas cuando en
realidad eran utopías. También parece importante que se permita el respeto a
las minorías, a los diferentes géneros, y que haya surgido el multiculturalismo
como un camino hacia la igualdad, pero no podemos llegar a caer en la
frivolidad o en la insensatez y hundirnos en una crónica indiferencia que nos
mantenga adormecidos.
John
Cage, el compositor estadounidense, creó una sonata en tres tiempos llamada 4’33’’ (cuatro minutos, treinta y tres
segundos), la cual es un caso digno de análisis. Para ejecutarla el pianista se
sienta frente a un piano que posee un reloj, levanta su mano como si fuera a
tocarlo pero se queda inmóvil y, por este tiempo, guarda silencio, luego se
para, agradece al público y se retira. ¿Esto es arte?, pues en esta época
posmoderna, sí. ¿Qué diría Vivaldi, Schubert o Bach al respecto?, pues sería
interesante imaginarlo. La obra de Félix Gonzales Torres llamada La perfección del amor, son dos relojes
colgados en la pared que comienzan a la misma hora, luego, con el transcurrir
del tiempo, se desincronizan y cada uno marca su propia hora, lo que para el
autor simboliza el comportamiento del amor en las parejas. La obra Jaula con aves, de León Ferrari,
consiste en una jaula con aves en su interior que defecan sobre unas imágenes
del juicio final. Pero nada es tan abyecto como el performance, o body art, llamado Indiferencia, que realiza el artista colombiano Fernando Pertuz,
quien defeca ante el público, en una galería de arte, y luego procede a untar
las heces en un pan y se lo come con solemnidad. Recientemente un adolescente
que visitaba, junto a unos amigos, el Museo de Arte Moderno de San Francisco
(EEUU) tuvo la ingeniosa idea de dejar unos lentes tirados en el suelo para ver
cuál sería la reacción de los asistentes, en efecto, al cabo de un rato, estaba
rodeado de personas contemplando la profundidad de esta obra vanguardista,
mientras que otros la fotografiaban con entusiasmo.
Bueno,
en razón de lo expuesto, resulta de interés la idea del arte conceptual, y me
parece loable el poder romper con viejos y rigurosos patrones que coartaban
parte de nuestra expresión y alcanzar el libre despliegue de la personalidad íntima, pero tampoco se puede
rayar en el sinsentido absurdo, en lo ascoso, en la frivolidad o simplemente en
el espectáculo. La cultura que vivimos en la actualidad lo que busca es
entretener a las masas, buscar seguidores y arrastrar a un público que no
quiere pensar ni leer mucho, que solo quiere distraerse de la cotidianidad que
lo sumerge en un sinsentido de vida. En su libro La civilización del espectáculo Mario Vargas Llosa nos comenta: “En
las antípodas de las vanguardias herméticas y elitistas, la cultura de masas quiere
ofrecer novedades accesibles
para el público más amplio
posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores. Su intención
es divertir y dar placer, posibilitar una
evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin
referentes culturales concretos y eruditos. Lo que inventan las industrias culturales no
es más que una cultura transformada
en artículos de consumo de masas.”
Con
Nietzsche muere Dios, pero más que Dios muere la razón de la ilustración. La
moral del individuo y la verdad son controladas por la voluntad de poder, como
lo demostraron Hitler, Stalin o Mao Tse-tung. El manejo del discurso para
manipular masas, se manifiesta en su esplendor con Joseph Goebbels, el
secretario de propaganda del partido Nazi, quien llegó a decir, de forma
contundente, que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. A
partir de este axioma, la mentira práctica y el adoctrinamiento de las masas,
han causado muchos estragos sobre todo bajo la sombra de los regímenes
totalitarios. A partir de Nietzsche toda verdad comienza a ser relativa, con
esto muere la moral y se reemplazan los valores por aspectos prácticos que
beneficien intereses particulares y no a la sociedad como tal. Lo no-racional
se convierte en un arte expresivo, surge el psicoanálisis y el inconsciente
comienza a ser un objeto de estudio.
No
obstante a la importancia de lo antes señalado, la razón y las fuerzas oscuras
del inconsciente deben complementarse para que exista un mundo equilibrado.
Muchos han hecho del arte una expresión de lo no-racional, de lo incoherente o
del sinsentido, y aunque esto es también reflejo de la condición humana, si no
se acompaña de una dosis de racionalidad podemos hundirnos en un foso muy
oscuro que nos aparte del sentido del vivir. Si revisamos la mitología griega
observamos que al principio todo era el Caos y luego apareció el Cosmos para
establecer el orden: Ordo ab Chao.
Aunque
es bueno permitirle a las fuerzas dionisíacas –lo instintivo– que salgan y se
expresen, como proponía Nietszche, también las fuerzas apolíneas –las de la
razón– deben estar presentes. Las emociones desnudas deben revestirse con los
ropajes de la razón, este equilibrio es el que permite sostener a las
sociedades, a las familias, al mundo. Todo Mr. Hyde debe tener a su doctor
Jekyll y todo Hulk a su doctor Banner.
Cuando
los Titanes gobernaban la Tierra prevalecían las fuerzas inconscientes, la
naturaleza pura, en su esencia más primitiva, luego los dioses olímpicos los
derrocaron, en una gran guerra llamada la Titanomaquia, y establecieron una
armonía entre las energías más primitivas y básicas con las más sutiles y
elevadas.
Para
Nietzsche la verdad es determinada por la voluntad de poder –el que domina
puede establecer su propia verdad– y para el posmodernismo la verdad la
determina el discurso, o sea que todo es producto del lenguaje. ¿Pero no es
cierto que existía una realidad antes de que naciera el ser humano, antes de
que se creara el lenguaje? Y aunque el lenguaje nos permita comprender o
intentar comprender a la realidad, ella persistirá con o sin los seres humanos.
Tal vez el mismo egotismo humano nos ha llevado a pensar que sin nosotros nada
existiría, algo realmente absurdo.
Kant
decía que el noumeno o cosa en sí, resulta incomprensible para
el hombre, quien solo puede comprender el fenómeno, es decir, lo que percibe
nuestros sentidos. Por eso hay que tener claro que más allá del fenómeno existe
una realidad que siempre seguirá existiendo aunque nosotros no la comprendamos,
por lo tanto es importante entender los límites del “lenguaje” y no
considerarlo como una especie de ente metafísico que moldea las realidades de
la humanidad, tanto así que los posmodernos han llegado a afirmar que el hombre
no es más que un cruce de discursos.
El
lenguaje debe ser visto como un canal de comunicación que puede manifestar su
belleza a través de las diversas figuras literarias, con el fin de crear un
estilo comunicativo más original y depurado, que sea capaz de entender su
tiempo histórico y aportar soluciones a las necesidades individuales y
sociales. Mario Vargas Llosa nos aconsejó al respecto: “[…] creo que la literatura debe comprometerse
con los problemas de su tiempo y el escritor escribir con la convicción de que
escribiendo puede ayudar a los demás a ser más libres, sensibles y lúcidos”. Por
eso el acto de escribir no puede convertirse en un acto banal, en un simple
juego de palabras que buscan darse sentido a sí mismas. Escribir es rescatar
los valores de una sociedad, combatir sus vicios, reforzar las virtudes y romper los falsos paradigmas.
La
vida requiere de legados reflexivos, de propuestas que ayuden a encaminar los
derroteros de la humanidad, ejemplos virtuosos que ensalcen el honor y la
dignidad; necesita de escritores que trabajen de la mano con su tiempo
histórico, de pensadores que esparzan sus ideas en el aire de la eternidad,
para que otros tengan un modelo a seguir, porque así aprende el ser humano, con
los ejemplos de los demás.
¿Qué
sería de la humanidad sin un Gandhi, un Tolstoi, un Beethoven, un Sócrates, un
Whitman, un Einstein, un Buda o un Jesucristo?, ¿sin el cincel de Miguel Ángel
Buonarroti, el pincel de Rembrandt, los acordes de Mozart o la pluma de
Dostoievski? De igual manera, sería imposible hablar de poesía en Venezuela sin
mencionar a Andrés Bello, Pérez Bonalde, Andrés Eloy Blanco, Fernando Paz
Castillo, Vicente Gerbasi, Eugenio Montejo o Rafael Cadenas. Así como imaginar
el mundo de la prosa sin las recordadas letras de Mariano Picón Salas, Rómulo
Gallegos, Pedro Emilio Coll, Cecilio Acosta, Fermín Toro, Manuel Díaz
Rodríguez, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Juan Liscano.
Como
hemos visto, el hilo de la vida nos muestra ejemplos constructivos y benéficos,
pero también nos enseña prototipos destructivos, legados del mal que dejaron
una herida mortal, una brecha de oscuridad y atraso para el mundo: un Kim
Jong-il, un Pol Pot, un Saddam Hussein, un Hitler, un Nerón, un Calígula o
cualquiera de tantos tiranos que aplastaron, con su sangrienta bota, el futuro
y el bienestar de sus pueblos, solo para satisfacer caprichos o con el maligno
fin de perpetuarse en el poder. En estos extremos oscila el curso de la
historia y es la responsabilidad de cada ser humano decidir en qué lado se
colocará.
La
vida es un corto sendero, y apenas comenzamos a comprender su rápida
trayectoria empezamos a despedirnos. En ese camino se presentan muchas
adversidades. Es una cuesta de supervivencia donde debemos aplicar nuestras
mayores destrezas para sobrevivir, donde debemos decidir y sobre todo ser
responsables de nuestras decisiones y comprometernos con nuestro momento
histórico. Sartre nos legó una inmortal frase que quisiera dejar como corolario
del presente escrito: “…El hombre está
condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo y, sin
embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable
de todo lo que hace”.
Por: Ernesto Marrero Ramírez
[1] La posmodernidad se caracteriza por el abandono de los grandes relatos o metarrelatos, esas supuestas panaceas del pensamiento que terminaron por convertirse en utopías. Lyotard se dedica a estudiar específicamente cuatro grandes relatos que influyeron de sobremanera en la historia: el cristianismo, el capitalismo, el iluminismo y el marxismo.