El sol penetraba resplandeciente por la ventana de su cuarto y una sonrisa se dibujó radiante en el rostro de Alicia. Con entusiasmo se levantó de su cama y la tendió con premura; luego se vistió y fue a la habitación contigua para despertar a su hermana mayor que, con un poco de pereza, se puso de pie.
—Buenos días, Margaret, es hora de
levantarse— dijo Alicia con el rostro sonriente—. Hoy tienes un compromiso
conmigo.
Era domingo y estuvo esperando toda la
semana para ir con su hermana al bosque a disfrutar del paisaje, tomar unas
fotografías y comer algunos sándwiches que prepararía su madre. Era una promesa
que Margaret le había hecho días atrás.
Alicia era una hermosa joven que
estaba por cumplir sus quince años. Tenía ojos redondos color café que hacían
juego con su piel blanca, y una ondulada cabellera dorada que se extendía en
forma de bucles. Le encantaba el contacto con la naturaleza: las aves, las
flores y los árboles. Conservaba colecciones de libros sobre esta materia y
quería ser bióloga cuando ingresara a la universidad. También le encantaba la
fotografía. Su papá le había prometido una cámara profesional para el día de su
cumpleaños y mientras tanto disfrutaba con un smartphone con una camara de buena resolución.
Había llegado Alicia con su hermana al
bosque. Un lugar paradisíaco coronado por flores silvestres que coloreaban el
entorno, y un olor a hierba, a pasto y a tierra humedecida por el sereno de la
mañana que formaban un ambiente de quietud y sosiego. El sonido de un río que
acariciaba las piedras a su paso se sentía fluir a poca distancia, mientras el
cantar de las aves y la brisa que correteaba entre las hojas brindaban una
sensación de libertad inolvidable. Aunque muchos no lo veían así, para Alicia
ese espacio era una especie de templo en el que podía sentir las cuerdas más
profundas de su alma.
Después de que ambas disfrutaron de
una deliciosa merienda, Margaret se fue hasta el arroyo y colocó sus pies en
el agua. Alicia se sentó en la base de un árbol de tronco grueso con la
intención de leer un libro. Se trataba de una novela de amor y ciencia ficción
cuyo protagonista era un viajero del tiempo que venía del futuro y se enamoraba
de una chica del presente; un amor que parecía imposible, un amor separado por
el tiempo y por mundos muy distintos, pero a pesar de todo valía la pena
experimentarlo. «Así es el amor», pensaba Alicia, «no se sabe cuándo comienza
ni cuándo termina». También hablaba de la contaminación mental y ambiental, y del daño que esto le causaba al planeta. Un tema que le llamaba mucho la atención. Mientras leía, la joven sintió mucho
sueño y sus ojos se fueron haciendo cada vez más pesados.
De pronto escuchó el ruido de una rama
que se quebraba a unos pocos metros, lo cual interrumpió su sueño. Se trataba
de un hombre que caminaba apresurado, de baja estatura, piel blanca, orejas
grandes, dientes sobresalientes y nariz redonda. Vestía ropa deportiva y un
chaleco negro que le quedaba ceñido al cuerpo. Al detallarlo, Alicia se acordó
del rostro de Buggs Bonny, el protagonista del comic El conejo de la
suerte, y le dio mucha risa. Mientras se alejaba notó que aquel individuo
le había robado la cesta en la que había llevado la comida, su cámara
fotográfica, su cartera y el reloj pulsera. Alicia se molestó mucho sobre todo
porque él la veía y se reía de lo que había hecho. Enfurecida, se puso de pie y
le gritó que se detuviera, pero el hombre más bien aceleró el paso. Quiso
correr y alcanzarlo, mas era tarde: el ladrón se había introducido por un hueco
que estaba entre unos arbustos y desapareció. Llenándose de valor, e impulsada
por la ira, también se introdujo por el orificio. Era oscuro y frío, parecía
una especie de madriguera de conejos, pero de gran tamaño. Alicia iba caminando
en línea recta y el lugar se hacía cada vez más pequeño y oscuro. Súbitamente
cayó por un hoyo que parecía no tener fin. Ella gritó con todas sus fuerzas
porque pensó que se estrellaría contra el suelo pero, como por arte de magia,
empezó a flotar. Sentía que viajaba en algo similar a un colchón de aire y fue
descendiendo con lentitud hasta que se posó sobre un suelo arenoso. Luego la
intensa luz del sol apareció ante sus ojos. Cuando aclaró su visión se dio
cuenta de que se hallaba frente a un río de color marrón y maloliente que
arrastraba basura y desperdicios de todo tipo. Como pudo, se cubrió la nariz
con su mano y siguió persiguiendo al delincuente. Mientras avanzaba percibió
cómo a su alrededor se extendía una ciudad: edificios, casas y muchos automóviles
pasaban a su lado, y por estar distraída perdió de vista al ladrón que había
desaparecido.
La chica subió por una pendiente y
entró a la urbe. Caminó por una acera y unos metros más adelante volvió a
visualizar al bandido que pasaba corriendo al lado de un grupo de policías, que
conversaban plácidamente y utilizaban sus teléfonos celulares para enviar
mensajes de texto. Parecía que estaban hipnotizados por aquellos aparatos e
ignoraban lo que estaba sucediendo a su alrededor. Cuando Alicia se acercó a
los agentes para notificarles que había sido víctima de un robo, uno de ellos
se molestó porque lo había interrumpido de una charla a través del chat y
de inmediato le pidió los papeles de identificación. Ella le explicó que aquel
sujeto con cara de roedor le había quitado su cartera que contenía todos sus
documentos. A lo que él le respondió:
—Señorita, lamento informarle que
queda detenida por no poseer documentos que la identifiquen — profirió con voz
inquisidora.
—Pero… ¡¿cómo es posible que usted me
diga eso?, señor agente! —expresó perpleja y con nerviosismo en sus palabras—,
si me acaban de robar y vengo persiguiendo al atracador.
—¡Ah, con que levantándole la voz a la
autoridad!…, otro motivo para que vaya a la cárcel —indicó el funcionario con
ojos chispeantes y cara de enojo.
Lo peor era que Alicia podía ver al
bandido a lo lejos que seguía burlándose de ella con su cara de conejo y una
mueca tan grande que parecía una luna nueva en el cielo nocturno. Se llenó de
indignación, salió corriendo, y el policía también corrió detrás de ella.
—Detente y acata las órdenes de la
autoridad. ¡Quedas detenida! —gritó el funcionario con voz autoritaria
Cuando se disponía a sacar su arma de
reglamento para realizar unos disparos al aire, recibió una llamada telefónica
y se detuvo para atenderla. Entonces se puso a conversar por el aparato como si
no hubiera sucedido nada. Aunque parezca mentira, el resto de los agentes
estaba tan imbuido en sus actividades telefónicas que ni siquiera se movieron
del lugar para ayudar a su compañero.
Alicia prosiguió su camino por aquella
ciudad tan extraña donde parecía que la gente estaba adormecida o hipnotizada;
se veían como sonámbulos que deambulaban de un lugar a otro sin rumbo fijo. El
tráfico en las avenidas y autopistas era insoportable, solo había paso para los
motorizados que zigzagueaban entre los carros, contravenían las flechas,
irrespetaban los semáforos, se subían por las aceras que utilizaban como atajos
y rayaban algunos autos con su manubrio. «Aquí los motociclistas son
irrespetuosos de las normas de tránsito…, si lo sabré yo, que mi papá tiene una
moto y es exageradamente precavido», reflexionó. «¡Oh, Dios mío! Esta ciudad es
un verdadero caos. Donde yo vivo planifican el urbanismo y cada vez que aumenta
el parque automotor fabrican vías para permitir el paso de los vehículos. Pero
estas calles parecen estacionamientos».
Una ambulancia quería pasar y con
desespero intentaba abrirse paso en aquel bloque de metal, al igual que un
camión de bomberos que por otra vía trataba de cruzar.
Entonces presenció algo insólito: «un
funeral de motorizados». La camioneta que llevaba el féretro iba muy lenta por
una vía principal y varias docenas de motociclistas la seguían, mientras daban
vueltas a su alrededor y otros levantaban sus motos en su rueda trasera. De
repente decidieron cerrar la calle por completo y sacaron sus pistolas. De esa
manera empezaron a asaltar a los conductores que venían detrás del cortejo
fúnebre en sus carros. Alicia calculó que fue un total de cuarenta robos en ese
momento. Después comenzaron a disparar al aire, reabrieron la vía y
prosiguieron el luctuoso protocolo. Desde luego, ninguna autoridad intervino en
el suceso. Alicia se acordó de una película de vaqueros en el salvaje oeste,
que había visto con su papá, en la que un grupo de bandidos venía cabalgando
hacia el pueblo a robar un banco, alzaban sus caballos en las patas traseras,
sacaban sus revólveres y disparaban al aire para asustar a las personas y
presumir de ser muy malos. La diferencia era que en el film tenían caballos en
vez de motos y el sheriff, junto con sus ayudantes, sí realizaba su trabajo de
defender a los lugareños.
Continuaba caminando Alicia y ya no
veía al bandido. Quiso devolverse y abandonar su persecución, pero la
curiosidad ante las cosas tan inverosímiles que estaba presenciando y la
indignación por aquel hombrecillo que, además de haberle robado, se burlaba de
ella le impulsaba a proseguir. Pasó por una callejuela en la que observó un
cartelón que decía: «Prohibido botar basura» y debajo había un montículo de
desperdicios repleto de moscas que parecían hacer guardia, y cuatro perros que
trataban de hallar restos de comida. Se percibía un olor putrefacto que
impregnaba la zona. Un hombre que pasó por aquel lugar se le atravesó a Alicia,
tenía las dos manos sobre el estómago y el ceño fruncido, venía tambaleándose
de un lado a otro. Su inocencia le hizo pensar que el individuo poseía algún
tipo de malestar como producto de aquel ambiente descompuesto, cuando en
realidad se trataba de un borracho que salía de un bar que se hallaba en la
esquina.
Preocupada por lo que le sucedía, le
preguntó:
—Señor, ¿qué le pasa?... ¿le puedo
ayudar en algo?
—Es que teeeengoooo… —y en ese momento
soltó lo que llevaba escondido— Prrrrrrrrrrrrrrrrr — era una vigorosa
flatulencia que estremeció el sector y casi pudo resquebrajar la calle. En su
cara se delineó una maliciosa sonrisa de satisfacción.
El estómago de Alicia se terminó de
revolver, se puso la mano en su boca y corrió con todas sus fuerzas para
abandonar aquel espacio. Después de unos minutos se detuvo. Ya estaba cansada,
las gotas de sudor corrían por su frente y se secaba con el dorso de la mano,
así que decidió sentarse en un banco de cemento que estaba en una esquina de la
acera y desde allí pudo contemplar la avenida en su totalidad. A medida que calmaba
su respiración se asombraba de ver cómo los conductores hacían caso omiso de
los semáforos y cruzaban con luz roja. Paradójicamente, en luz verde tenían que
pararse hasta que los dejaran pasar a ellos. Otros choferes utilizaban el canal
de auxilio vial para adelantar a los demás vehículos. Era una verdadera locura.
Proseguía observando y cada vez
quedaba más perpleja. Muchos transeúntes que caminaban por las calles hacían
caso omiso de los rayados peatonales y solían arrojar algún papel o una colilla
de cigarro al suelo. Taxis y buses dejaban a los pasajeros en cualquier lugar;
pasaban por alto los sitios de paradas. Muchas veces trancaban la vía sin
importarle que pudieran estar obstaculizando la circulación de los otros que
venían detrás. En algunos de aquellos transportes podía verse una nube negra de
humo que emanaba de los tubos de escape, y en otros, cómo los usuarios lanzaban
desperdicios por las ventanas: vasos plásticos, envoltorios, servilletas, entre
otras cosas.
Sentada en aquel espacio, Alicia se
enroscaba su cabello con el dedo; era una forma inconsciente de drenar sus
nervios. Estaba desconcertada al ver tanto irrespeto y anarquía. Entonces se
recordó de la novela que estaba leyendo en la que el viajero del futuro
advertía que de seguir con una mentalidad inconsciente estábamos predestinados
al caos social y a la posible destrucción del ecosistema de nuestro querido
planeta.
—Por Dios, ¡cuánta inconsciencia puede
existir en el ser humano! Si mis padres pudieran ver esto no lo creerían. ¡Ojalá
y tuviera mi cámara fotográfica en este momento!, —murmuraba en voz alta—
…Tanto que me han hablado de los principios que poseen las personas mayores,
pero ahora veo que hay mucha mentira en esas palabras.
Mientras su mente volaba entre tantos
pensamientos aterrizó de manera repentina. Estaba presenciando cómo empujaban a
una señora de edad avanzada, y golpeaban con la cacha de una pistola a la joven
que la acompañaba para quitarle sus carteras y los teléfonos celulares. Al
parecer, los habitantes de aquella urbe estaban tan acostumbrados a estos
sucesos que mantenían cierta calma sobre lo que les sucedía a los demás.
Parecía que la capacidad de asombro había desaparecido.
En la cuadra que seguía a la que
ocupaba Alicia, pudo ver una vez más al malhechor que ya se había colocado en
la muñeca el reloj robado. Observaba la hora como señal de que estaba muy
apurado y a la vez fijaba sus ojos en ella con una sonrisa sarcástica. El
delincuente giró, entró a un estacionamiento y la joven hizo lo mismo. Allí
continuó con su estado de admiración cuando encontró un letrero grande que
decía: «prohibido estacionar motos» y debajo había más de quince motocicletas
estacionadas en perfecto orden. Cuando le preguntó a una señora que pasaba a su
lado por qué motivo sucedían estas cosas, la doña le respondió que se trataba
de un hecho frecuente en esa localidad. Al parecer las señales de tránsito y
los avisos estaban escritos en un lenguaje indescifrable para una gran parte de
los ciudadanos.
Otra vez avistó al malhechor en un
edificio que estaba al cruzar la calle; se burlaba de ella desde la ventana de
un segundo piso. Alicia decidió ir por él, ya estaba cansada de ver tantas
locuras juntas y quería regresar. Su hermana Margaret debía estar angustiada
por ella. Entonces entró en un ascensor y saludó a los presentes: «buenas
tardes». En ese momento las personas la percibieron como una extraterrestre;
por supuesto, nadie le contestó el saludo. La mala educación también gobernaba
en aquellos ciudadanos. Cuando llegó hasta el lugar donde había visto al
ladrón, ya no estaba. Al asomarse por la ventana detalló que estaba otra vez
afuera. Esta situación la estaba desesperando, le dio mucha rabia y sus
mejillas se enrojecieron.
Alicia reflexionaba sobre los eventos
que estaba observando y se daba cuenta de algo peculiar: era un lugar en el que
prevalecía la anarquía y todo parecía funcionar al revés que en las ciudades
donde ella había estado con anterioridad. Por ese motivo le llamaría: El
país de las anarquías. «Sí… Así le llamaré», concluyó.
Mientras caminaba encontró un
periódico que alguien había dejado tirado en el suelo y pudo leer, con terror,
la cantidad de secuestros que habían acaecido la semana anterior, además de
robos y crímenes que en su mayoría quedaban impunes. No podía entender cómo
sucedían esas cosas en aquella sociedad. También leyó un artículo en el que se
mencionaba la cantidad de leyes espléndidas que poseían en dicha.ciudad, pero
que poco se cumplían o poco se hacían cumplir. Era una problemática tanto de
los habitantes, como de los organismos que tenían la obligación de hacer
efectivas las normativas. A pesar del miedo que esas noticias le causaban, su
voluntad se mantuvo firme y continuó persiguiendo su objetivo.
Alicia pasó frente a una fuente de
soda en la que se reunía un grupo considerable de individuos que veían a un
hombre que salía en la televisión. Parecía una especie de ilusionista o brujo
que captaba su atención en una sesión de hipnosis. El hombre les hablaba con
mucha seriedad, aunque la mayor parte de su discurso era incoherente y absurdo,
pero al igual le aplaudían con desenfreno. Parecían focas de circo. No había
dudas de que aquel hechicero tenía grandes poderes porque su energía era
efectiva. Así entendió Alicia el origen de aquella forma tan irreflexiva y
alocada en que las personas se comportaban: estaban bajo la sombra de un poderoso
embrujo. Aunque ella no pudo ver su rostro, se imaginó a aquel personaje
vestido de negro con una larga túnica, un sombrero cónico y una barba angosta y
alargada, algo así como el mago Merlín. Cada vez se acercaba más gente al
televisor, la alegría del grupo se convertía en fervor y esto, a su vez, en
éxtasis. Esta euforia colectiva le generó mucho miedo y decidió retirarse del
lugar. Pensó que aquel brujo maligno podía encantarla y convertirla también en
una especie de zombi.
Por otro lado, apareció otra vez el
ladrón que se hallaba parado en una esquina mirando el reloj en su muñeca, en
su otra mano sujetaba la cesta de comida y en su interior, la cartera y la
cámara fotográfica. Luego salió corriendo y penetró por un oscuro callejón por
el que se atrevió a internarse Alicia. Este fue un grave error porque al final
de aquella calle estaba esperándola el hombre con rostro de Buggs Bonny,
pero en esta oportunidad tenía una mirada de hielo y una sonrisa malandrina. A
su alrededor estaba acompañado de una banda numerosa de criminales. Sacaron sus
pistolas y comenzaron a apuntar a la chica mientras la rodeaban. Asustada,
cerró sus ojos y se puso a llorar. El hombre con la cara de conejo le ordenó a
uno de sus secuaces que le cortara la cabeza.
—¡Sííííí…, que le corten la cabeza!
—gritaban los otros delincuentes con semblante de odio en sus rostros.
La respiración de Alicia se aceleró y
su corazón comenzó a palpitar con mucha fuerza, tanto así que parecía que iba a
salírsele por la boca. En ese momento escuchó la voz lejana de una mujer que la
llamaba:
—¡Alicia… Alicia… cariño, despierta!,
ya dormiste mucho, es hora de irnos.
Al abrir sus ojos se dio cuenta de que
estaba al lado de su hermana que trataba de despertarla. Se vio con el cuerpo
empapado de sudor y todavía parecía faltarle el aire.
—Margaret, ¿do… dónde estoy? —preguntó
con la voz entrecortada.
—Tranquila, hermanita, solo tuviste
una pesadilla —le comentó sujetándole la mano.
—No…, no puede ser, ¡¿qué pasó con el
ladrón y los asesinos?!
—No hay de qué preocuparse. Todo está
bien. Era solo un sueño —le explicó con dulce voz mientras acariciaba su
cabeza.
—¡Oh, he tenido un sueño tan curioso!
Alicia se fue tranquilizando poco a
poco y comenzó a narrarle a su hermana todo lo que recordaba de aquella loca
historia que había soñado. Mientras Alicia relataba su experiencia, a Margaret
le pareció ver que detrás de un árbol se asomaba un hombre que tenía la cara
como un conejo y llevaba un chaleco negro. También comenzó a imaginarse que el
río cristalino que estaba en el bosque se volvía turbio y maloliente. Cuando
levantó su mirada al cielo observó unas nubes que se transformaban en motos y
se le venían encima. Entonces espabiló y se puso de pie con rapidez.
—Querida hermana, ¿qué te sucede?
—preguntó Alicia.
—Nada, nada, es que también me dio un
poco de sueño, pero sigue contándome por favor.
Al final ambas rieron y comprendieron que solo se trataba de una experiencia onírica porque un lugar tan alocado, irracional y con un nivel de anarquía tan exagerado, era imposible que existiera en el mundo de la realidad. Entonces se fueron a la casa donde su madre las esperaba con el té caliente y un rico pie de manzana.
Autor: Ernesto Marrero Ramírez
De mi libro: Quisiera contarte algo