Frases del escritor

Filosofía clásica y existencial en torno a la Literatura... Un camino de reflexiones y letras para encontrarnos.
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martes, 12 de noviembre de 2024

Sonrisa etílica

 


    

Amanecía en Caracas, la mañana se veía más nublada que otros días. Habían comentado en la radio que se trataba de una calima originada por la contaminación, nada raro para una ciudad en la que se observaban vehículos con tubos de escape que despedían nubes negras y nadie decía nada. Bueno, qué tanto puede llamar la atención un ecocidio en un lugar donde prevalecen los antivalores, las infracciones, la falta de educación y la indiferencia.

Estaba inmerso en el tráfico rutinario de las siete de la mañana en la autopista Prados del Este. Eran los momentos en que más “viajaba” fuera de mi país, me paseaba por Berna, Estocolmo, Viena, ciudades organizadas donde las leyes funcionan y existe la educación. Con este placentero paseo mi mente trataba de alejarse de esta insoportable anarquía ciudadana, que cada vez empeoraba más.

Llegué a la avenida México, en el centro de Caracas, y paré mi carro en un estacionamiento que siempre tiene puesto en las mañanas. Me coloqué el saco, me ajusté la corbata y me fui a toda prisa, ya faltaban quince minutos para las ocho y no quería llegar tarde al trabajo. Cuando quedaban unos metros para doblar la esquina y subir la escalera que me llevaría a la oficina, pude ver a un hombre de chaqueta beige y pantalón de jean que estaba orinando detrás de un carro. Al pasar a su lado, volteó y me llamó: “Hey, aaaamigo. Esperrrre un segundo”, dijo con la lengua enmarañada producto del alcohol. “Me gané la lotería matutina”, pensé, “¿qué querrá este borracho tan temprano?” Con dificultad se subió el cierre del pantalón y se aproximó. Al verlo de cerca me pude dar cuenta de que había pasado la noche en la calle, estaba inmundo y el tufito me hacía pensar que tenía una rumbita de varios días. Su cara, con nariz de bruja de cuento de hadas y una sonrisa desdentada, me causó demasiada risa. Entonces me dijo: “Muuu, mucho guuusto, mi nombre es Raaaúul”, y levantó la mano para dármela.

En ese momento me vino a la memoria la reciente imagen de su mano en aquel miembro que jamás tocaría, y que además debía poseer una orquesta sinfónica de microbios, bacterias y otros invitados. “Estoy apurado, amigo”, le dije de forma evasiva mientras seguía caminando y lo dejaba con la mano levantada: “So... solamente querrrría ofrecerle misss serrrvicios deee…”, alcancé a escuchar, mientras empezaba a subir la escalera hacia mi oficina, de manera apresurada.

A la una y media de la tarde salí a almorzar. Se me había hecho tarde y tenía que visitar a un cliente. Lo malo de ser puntual y trabajar en bienes raíces son las constantes reuniones y la impuntualidad de la gente. Yo entiendo que pueden suceder contratiempos, pero ¡por Dios! Esto ya es un vicio. Las llegadas tarde se han hecho rutina en una gran parte de la sociedad venezolana.

Me comí una hamburguesa de esas que llaman “triple bomba” para quedar bien resuelto y vi la hora: 1:45pm. Ni de casualidad llego a las dos para una reunión en Prados del Este, en el centro comercial Concresa. “Si por lo menos el Metro llegara hasta allá”, pensé. “Bueno, lo que me queda es tomar un mototaxi”.

En ese momento pasó uno, tenía casco y chaleco anaranjado; «este mismo es», me dije. Le saqué la mano, se detuvo y me monté. “A Concresa, amigo”. Sin responderme el hombre arrancó, pero a pesar de la brisa que había, me llegó el mismo olorcito a licor de la mañana. Mi mente se nubló y un torbellino de ideas azotó mis pensamientos: «no puedo creerlo», me dije. Entonces el tipo se detuvo frente a un semáforo, milagrosamente, porque nunca lo hacen. Se sacó una carterita de caña clara del bolsillo y se dio un trago largo. “Quierrrre, un poooco”, me dijo, y al voltearse pude verle su cara de cuento de hadas, con la nariz gigante y sin dientes. «Noooooo, esto es una pesadilla, es el borracho de esta mañana», me dije angustiado.

El hombre arrancó la moto a toda velocidad, sin darme tiempo de bajarme allí mismo. Seguramente esos eran los servicios que quería ofrecerme: los de mototaxista. Si lo hubiera escuchado no me monto con este loco. Su raquítico cuerpo parecía de goma. Manejaba como ladeado, se subía en las aceras, se comía las flechas, nos “adelgazábamos” para pasar entre los carros, sufríamos una especie de dilatación molecular o algo así. Yo estaba sorprendido porque, al parecer, la adrenalina de la velocidad eliminaba de sus venas aquel aguardiente malo que estaba ingiriendo. Me pareció que habíamos recorrido distancias intergalácticas a la velocidad de la luz. Lejanamente escuché cómo un conductor nos recordaba a nuestras madres, pero él solamente levantaba la mano como devolviéndole la mentada. Sus ojos estaban clavados en la vía, se sentía dueño de ella.

Cientos de motociclistas pasaban a nuestro lado e imitaban esta forma tan salvaje de manejar. Y ¿quién frena esta esquizofrenia social si las autoridades de tránsito parecían hacer reverencias de admiración y sonreírse cada vez que cometíamos estas atrocidades?

De repente salí de aquella pesadilla. “Llegaaaamos”, me indicó. Mi corazón, que debía estar a doscientas palpitaciones por minutos, empezó a calmarse. “Son treesss doolaresss”, me comunicó con su sonrisita etílica. Lo vi y me reí, le pagué e intentó darme la mano otra vez. Tampoco se la di, pero le comenté que cuando yo estuviera necesitado de sus servicios le avisaría. Me explicó que trabajaba en una línea cercana a la estación del metro Bellas Artes. Cuando se retiró, levantó la moto en caballito y así pasó algunos carros, luego lo vi perderse en una curva.

Me apuré y llegué faltando cuatro minutos para las dos, al café en el que me vería con mi cliente. Quien por cierto llegó a las dos y media. ¡Siempre la impuntualidad de porquería!... !Qué vaina!... ¡Ya me lo esperaba!


Por: Ernesto Marrero Ramírez

 


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