Amanecía en Caracas, la mañana se veía más nublada que otros días. Habían comentado en la radio que se trataba de una calina originada por la contaminación, nada raro para una ciudad en la que se observaban vehículos con tubos de escape que despedían nubes negras y nadie decía nada. Bueno, qué tanto puede llamar la atención un ecocidio en un lugar donde reinan los antivalores, las infracciones, la falta de educación y la indiferencia.
Estaba inmerso en el tráfico rutinario de las siete de la mañana en la
autopista de Prados del Este. Eran los momentos en que más “viajaba” fuera de mi
país, me paseaba por Berna, Estocolmo, Viena, ciudades organizadas donde las
leyes funcionan y existe la educación. Con este placentero paseo mi mente
trataba de alejarse de esta insoportable anarquía ciudadana, que cada vez empeoraba más.
Llegué a la avenida México, en el centro de Caracas, y paré mi carro en
un estacionamiento que siempre tiene puesto en las mañanas. Me coloqué el saco,
me ajusté la corbata y me fui a toda prisa, ya faltaban quince minutos para las ocho y no quería llegar tarde al trabajo. Cuando quedaban unos metros para
doblar la esquina y subir la escalera que me llevaría a la oficina, pude ver a un
hombre de chaqueta beige y pantalón de jean
que estaba orinando detrás de un carro. Al pasar a su lado, volteó y me llamó:
“Hey, aaaamigo. Esperrrre un segundo”, dijo con la lengua enmarañada producto
del alcohol. “Me gané la lotería matutina”,
pensé, “¿qué querrá este borracho tan
temprano?” Con dificultad se subió el cierre del pantalón y se aproximó. Al
verlo de cerca me pude dar cuenta de que había pasado la noche en la calle,
estaba inmundo y el tufito me hacía pensar que tenía una rumbita de varios
días. Su cara, con nariz de bruja de cuento de hadas y una sonrisa desdentada,
me causó demasiada risa. Entonces me dijo: “Muuu, mucho guuusto, mi nombre es
Raaaúul”, y levantó la mano para dármela.
En ese momento me vino a la memoria la reciente imagen de su mano en
aquel miembro que jamás tocaría, y que además debía poseer una orquesta
sinfónica de microbios, bacterias y otros invitados. “Estoy apurado, amigo”, le
dije de forma evasiva mientras seguía caminando y lo dejaba con la mano
levantada: “So... solamente querrrría ofrecerle misss serrrvicios deee…”,
alcancé a escuchar al tiempo que, presuroso, empecé a subir la escalera.
A la una y media de la tarde salí a almorzar. Se me había hecho tarde y
tenía que visitar a un cliente. Eso es lo malo de trabajar en bienes raíces:
las constantes reuniones y la impuntualidad de la gente. Yo entiendo que pueden
suceder contratiempos, pero ¡por Dios! Esto ya es un vicio. Las llegadas tarde
se han hecho rutina en una gran parte de la sociedad venezolana.
Me comí una hamburguesa de esas que llaman “triple bomba” para quedar
bien resuelto y vi la hora: 1:45pm. Ni de casualidad llego a las dos para una
reunión en Prados del Este, en el centro comercial Concresa. “Si por lo menos el Metro llegara hasta
allá”, pensé. “Bueno, lo que me queda
es tomar un mototaxi”.
En ese momento pasó uno, tenía casco y chaleco anaranjado; «este mismo es», me dije. Le saqué la
mano, se detuvo y me monté. “A Concresa, amigo”. Sin responderme el hombre
arrancó, pero a pesar de la brisa que había me llegó el mismo olorcito a licor de
la mañana. Mi mente se nubló y un torbellino de ideas azotó mis pensamientos: «no puedo creerlo», me dije. Entonces el
tipo se detuvo frente a un semáforo, milagrosamente, porque nunca lo hacen. Se
sacó una carterita de caña clara del bolsillo y se dio un trago largo.
“Quierrrre, un poooco”, me dijo, y al voltearse pude verle su cara de cuento de
hadas, con la nariz gigante y sin dientes. «Noooooo,
esto es una pesadilla, es el borracho de esta mañana», me dije angustiado.
El hombre arrancó la moto a toda velocidad, sin darme tiempo de bajarme
allí mismo. Seguramente esos eran los servicios que quería ofrecerme: los de mototaxista.
Si lo hubiera escuchado no me monto con este loco. Su raquítico cuerpo parecía
de goma. Manejaba como ladeado, se subía en las aceras, se comía las flechas,
nos “adelgazábamos” para pasar entre los carros, sufríamos una especie de
dilatación molecular o algo así. Yo estaba sorprendido porque, al parecer, la
adrenalina de la velocidad eliminaba de sus venas aquel aguardiente malo que
estaba ingiriendo. Me pareció que habíamos recorrido distancias intergalácticas
a la velocidad de la luz. Lejanamente escuché cómo un conductor nos recordaba a
nuestras madres, pero él solamente levantaba la mano como devolviéndole la
mentada. Sus ojos estaban clavados en la vía, se sentía dueño de ella.
Cientos de motociclistas pasaban a nuestro lado e imitaban esta forma tan
salvaje de manejar. Y ¿quién frena esta esquizofrenia social si las autoridades
de tránsito parecían hacer reverencias de admiración y sonreírse cada vez que
cometíamos estas atrocidades?
De repente salí de aquella pesadilla. “Llegaaaamos”, me indicó. Mi
corazón, que debía estar a doscientas palpitaciones por minutos, empezó a calmarse.
“Sooon ciento cincueeeenta bolos”, me comunicó con su sonrisita etílica. Lo vi
y me reí, le pagué e intentó darme la mano otra vez. Tampoco se la di, pero le
comenté que cuando yo estuviera necesitado de sus servicios le avisaría. Me
explicó que trabajaba en una línea cercana a la estación del metro Bellas Artes.
Cuando se retiró, levantó la moto en caballito y así pasó algunos carros, luego
lo vi perderse en una curva.
Me apuré y llegué faltando cuatro minutos para las dos, al café en el que
me vería con mi cliente. Quien por cierto llegó a las dos y media. ¡Siempre la
impuntualidad de porquería!... ¡ya me lo esperaba!
Por: Ernesto Marrero Ramírez