Frases del escritor

Filosofía clásica y existencial en torno a la Literatura... Un camino de reflexiones y letras para encontrarnos.
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miércoles, 29 de mayo de 2024

Una víbora envenenada

 



Como bien se sabe, las víboras son reptiles de sangre fría que se arrastran sigilosamente por el suelo, casi de manera imperceptible, en búsqueda de sus víctimas. En el instante en que la tienen al frente se enroscan, levantan su cabeza y fijan la mirada en su objetivo, mientras sacan y meten su lengua. Cuando consideran que ha llegado el momento preciso se lanzan sobre su blanco a gran velocidad para clavar una certera mordida, y de sus colmillos empieza a brotar el mortífero líquido.

De la misma forma cómo actúa este reptil se comportan muchas personas en este mundo: viven repletas de veneno y con ganas de inoculárselo a sus víctimas. Lucrecia Venérea era una de ellas. Aparentaba mucha alegría y quería reflejar ante los demás un aura de sabiduría y sensibilidad, aunque su ceño fruncido y su mirada pantanosa reflejaban un rostro oculto y reptiliano. Se vendía como una inocente víctima y trataba de culpar a otros de los actos ponzoñosos que cometía. Con su lengua bífida solía destruir a todos los que consideraba un estorbo, como un tren descarrilado que arrasa todo a su paso. Su mordedura inyectaba un veneno repleto de rabia, envidia y mala intención. «Y este imbécil, ¿qué quiere?... yo le voy a demostrar quién soy», decía con el rostro encendido y los ojos sembrados de sangre. Además, se comportaba de una manera muy grosera y altanera cuando se llenaba de ira. Le gritaba improperios, de la manera más baja y ruin, a sus adversarios de momentos. Su boca de cloaca era temida por muchos, tanto en su familia como por sus vecinos y conocidos.

El egocentrismo que cruzaba por su mente le hacía creer que se iba a devorar el mundo, y pensaba que podía perjudicar a cualquiera con sus palabras de dardos, mentiras y nefastas intenciones. Lo peor era su doble cara, con la que aparentaba ser una fiel católica y acudía los domingos a misa. También se jactaba de poseer el don de la videncia y que podía conversar con ángeles y seres fallecidos, aunque por dentro estaba ardiendo en la lava del Tártaro.

Patricia y Rubén, sus dos hijos, tuvieron que pasar una tortuosa infancia y una juventud desorientada mientras ella salía con sus amigos y se dedicaba a festejar y a transar “supuestos” negocios. Pero los años transcurrieron y la sabia existencia quiso hablarle con su dura voz consejera; para lo cual se valió de su fiel sirviente Cronos, el dios del tiempo, que le preparó una lección. En su inconsciente pensó haber bebido el elíxir de la eterna juventud y creyó que la fortaleza que le acompañaba, además de su delineado cuerpo, duraría para siempre, pero no fue así.

Ya octogenaria, su piel quedó tan flácida como gelatina y se colmó de arrugas; además, quedó retorcida por la artritis. Es decir, vivía el proceso natural de envejecimiento al que es sometido el organismo cuando es visitado por la ancianidad, aunque ella nunca quiso aceptarlo y trató de evadirlo con cirugías estéticas y tratamientos para rejuvenecer la piel. Para colmo, su rostro también estaba torcido y su ponzoñosa lengua, paralizada, un brazo y una pierna dejaron de funcionar y un párpado tapaba su ojo izquierdo. Había sido víctima de un agresivo accidente cerebrovascular.

Al verla en semejante estado, Patricia y Rubén decidieron recluirla en un ancianato en el que fue arropada por la soledad y sometida al maltrato de muchos empleados inconscientes, que acudían a laborar en aquel recinto porque simplemente anhelaban una paga mensual; aunque por dentro sentían asco y aversión por estos seres humanos que ya estaban próximos a abandonar el mundo de los mortales.

En las ocasiones en que sus hijos se acercaban a verla, que por cierto eran visitas muy esporádicas, abundaban los chismes y las críticas destructivas, un ejemplo que copiaron muy bien de su madre. Comúnmente reñían sobre la repartición de la herencia y Lucrecia, que difícilmente podía pronunciar palabras, trataba de intervenir para que dejaran de pelearse, pero era imposible ya que de su boca solamente salían palabras ininteligibles.

Cuando Rubén se marchaba de la habitación, en la que dejó a su madre sentada, comentó en voz alta y con ira en sus ojos: «Ojalá y se muera esta vieja de una buena vez, así se acaba este problema». Este sentimiento también lo compartía Patricia, aunque no quiso transmitirlo y prefirió callar. Como un destello de luz esta frase iluminó el inconsciente de Lucrecia y recordó el día cuando ella había dicho lo mismo de su padre. En ese instante se dio cuenta de la cantidad de errores que había cometido en su vida y de cómo su maligna lengua había sido un puñal para tantas personas que cruzaron por su existencia. También le vino a su mente las mentiras que había engendrado en contra de su hermano Alex y de cómo había envenenado con su lengua viperina a Keyli, su hermana mayor, quien era una mujer de extrema emotividad y débil pensamiento; todo esto con la idea de quedarse con algunos trastos y joyas de poco valor que habían pertenecido a su difunta madre. Pero a sus años era imposible reparar tantas cosas malas que había hecho en la vida porque, aunque se arrepintiera, nada podía cambiar del pasado.

Afectada por su débil sistema nervioso, realizó una extraña mueca con su boca y sin querer se mordió la lengua. En ese instante empezó a sentir cómo una dosis letal de su mismo veneno penetró en sus venas y le recorrió el torrente sanguíneo hasta llegarle al corazón que, lento y desgastado por los años, dejó de latir. El odio, la hipocresía y la mentira que acompañaron a Lucrecia, por tantos años de su existencia, quedaron impregnados en el rostro de aquel cadáver.

—¡Mamá, mamá! —le gritó Patricia cuando observó que aquel desgastado cuerpo se desplomaba sobre el colchón de la cama. Agitaba a su madre con desesperación para que despertara, pero nada podía hacer. Había llegado el momento de su muerte.

Aunque en su interior deseaba que su madre falleciera de una vez por todas, cuando la fría y opaca muerte se presentó para realizar su inevitable labor, sintió que un escalofrío le recorrió toda su piel y la angustia nubló sus pensamientos. Aquel cuerpo, que hacía escasos minutos se movía y se sometía a una voluntad yacía inerte, como una muñeca de trapo.

—¡Rubén! ¡Murió mamá! ¡Rubén! —le gritó por el pasillo al hermano que acababa de salir por la puerta.

Angustiados, trataron de reanimarla con la esperanza de que fuera tan solo un desmayo, pero no fue así. Llamaron a una enfermera, pero tampoco logró hacer algo. En ese momento se sumieron en la tristeza, aquella tristeza que suele dejar un rostro pálido, rígido y sin vida. Se confrontaban con los recuerdos que aquel ser transmitió en este mundo: buenos y malos, radiantes o marchitos, excelsos o insignificantes. Es decir, contemplaban el uso que le brindó a esa energía temporal llamada vida. Se arrepintieron de no haber podido decirle algunas cosas porque a pesar de todo era su madre, y ya no volverían a verla, pero nada podía hacerse, todo estaba dicho, todo estaba hecho.

Por otro lado, Lucrecia partía de este mundo dejando ante la vida un oscuro legado, y amargos recuerdos entre las personas que la conocieron. Fue un camino de mentiras, chismes, envidia y resentimiento, con una mala dosis de autojustificación, que la convirtieron en una víbora que terminó probando su propio veneno.

 

De mi libro Quisiera contarte algo, (2014)

Editado el 29 de mayo, 2024


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